Hace diez años que la felicidad se esfumó de mi casa y la tristeza inundó cualquier rincón existente. En la habitación del fondo, junto a la cocina, mi llanto formó un nuevo océano llamado nostalgia. En el salón miles de pañuelos blancos forman una nube gigante. Salgo a la calle, despeinada, llorando y en chándal. La casa se me caía encima, necesitaba salir. Vivo en el centro, miles de personas caminan acelerados basando sus vidas en el trabajo. Levanto la cabeza y alguien me mira. Antes de poder reaccionar se acerca a mi y coloca una de sus manos en mi cintura y con la derecha sujeta una de las mías, yo coloco instintivamente mi mano restante en su hombro. Los pies danzan, los ojos juegan a ser felices. Bajo la cabeza, me da vergüenza, pero me suelta un instante la mano para alzarme bien alto la cabeza y después sonríe. Se para y se acerca más a mí. Bailamos al compás de la música de aquel violinista de al lado, sentado sobre la farola, sonriendo mientras dura la canción, pues en cuanto termine su vida será otra vez una mierda. Bailamos, bailamos, bailamos y la canción termina. Nadie se ha dado cuenta de la escena, tan sólo el músico. Me suelta, me seca las lágrimas, me dice su nombre, me besa y se marcha.
Se llamaba Elisabeth. Yo me llamo Laura.
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