sábado, 10 de julio de 2010

Almas desconocidas.

Llevo cuatro horas y media en mi coche vagando por carreteras desconocidas hasta ahora, ni siquiera sé si aun estoy en mi ciudad. Llueve a mares, como si llevase años sin llover cuando en verdad tan solo hace dos días. Empiezo a quedarme dormida y mi vida no es que sea ya muy valiosa, pero tampoco quiero morir por algo tan ridículo como quedarse dormida frente al volante.

Hago balance y me doy cuenta de que los momentos felices no superan a los tristes en mi corta vida de 23 años, pero ya era tarde para cambiar eso, el cáncer sólo me da dos semanas de vida, no es lo suficiente para pedir perdón a tantas personas como se lo merecen ni para hacer las cosas que siempre quise hacer y que nunca fui capaz.

Hay una pequeña llanura a la izquierda de la carretera con los suficientes árboles como para que nadie me vea y se acerque a ofrecerme ayuda. Aparco en un sitio que ni siquiera sé si está permitido, pero que más da, una multa no hará mi vida más penosa.

Atravieso el pequeño bosque y cuando llego a un punto en el que ni veo ni escucho la carretera cierro los ojos, extiendo los brazos y doy vueltas, bailo despacio y torpemente bajo la lluvia. Tengo frío, abro la boca y siento las gotas en mis labios, frías y armoniosas. Quizás si cada una de ellas fuese una nota y sonasen conforme chocasen con mi boca compondrían una melodía triste y melancólica propia de un día de invierno. Comienzo a marearme y paro de dar vueltas, me cuesta ver con claridad pero hay alguien más en ese lugar sin nombre ni dueño, también está dando vueltas y se percata de que lo observo y deja de bailar y me responde a la mirada. Nos miramos durante... no sé decir exactamente, a mí me pareció una eternidad cuando probablemente no pasarían ni dos minutos. Pelo negro, como el carbón, ojos marrones y un lunar llamativo en la mejilla derecha, un chico normal supongo. Sin embargo, su sonrisa parecía ser el único haz de luz en aquel lugar oscuro y solitario. Se acercó despacio y tropezó una y otra vez, poniéndose más y más rojo, sus manos lloraban y acariciaba su pelo una y otra vez.

Está aquí, frente a mí, temblando igual que yo y creo que ninguno de los dos sabemos porqué.

- Soy Juan.
- Lidia.

Me dio la mano, arañada y estropeada.

- ¿Puedo preguntarte que trae a una chica como tú a un sitio como este?
- El cáncer, la desesperación y el no saber que hacer con tu vida. ¿Y a una sonrisa como esa?
- Una enfermedad de nombre imposible de pronunciar.
- ¡Qué casualidad! – gritamos a la vez.

Nos sentamos en una roca y comenzamos a hablar como si nos conociésemos desde la infancia. Su balance de la vida tampoco era demasiado positivo, como yo no tenía a nadie en este mundo y si acaso existía el cielo, según él, sus familiares no se merecían estar ahí. Pensándolo bien es la única persona con la que he hablado más de dos minutos desde hace cerca de un año, deprimente lo sé.

- ¿Y a qué te dedicas? – me pregunta intrigado.
- A escuchar la radio, mañana, tarde y noche. Me despidieron del trabajo, perdí a mi novio y vino el cáncer, así que la radio me distrae y me entretiene, patético ¿no? ¿Y tu?
- Soy profesor, pero nadie aún me ha dado la oportunidad de demostrar que puedo ser bueno, prefieren dar los cargos a personas con experiencia, me gustaría saber como puedo conseguir experiencia si nunca me dan trabajo.
- Supongo que es la sociedad en la que nos ha tocado vi...

No soy capaz de terminar la frase, me mareo, comienzo a sudar y tirito, veo doble y apenas oigo como me pregunta que me ocurre. No puedo sostenerme en pie, me caigo, me duermo.

Mente en blanco.

Me despierto en la parte de atrás de su coche con la cabeza en sus piernas y su mano en mi cara mientras una canción suena por la radio.

- ¿Estás bien? – es la primera persona en mucho tiempo que se preocupa por mí.
- Sí, solo ha sido un mareo tonto.

Sin embargo, siento un malestar general, me cuesta respirar y pequeños y constantes escalofríos recorren mi cuerpo, me tiemblan las manos y de vez en cuando se me nubla la vista.

- ¿Salimos a tomar el aire?
- Sí, claro. Además ha parado de llover. – sonríe.

Hace unas horas quería acabar ya este viaje de dolor y angustia y ahora lo único que deseo es que este día se extienda, que se haga eterno. ¿Qué cabeza loca es la encargada de organizar el mundo? ¡Venga ya! No puede tenerme toda la vida a base de problemas y ahora, en el corredor de la muerte, mandarme un alma gemela. ¿Qué clase de dios o seas lo que seas eres? Las cosas no son así, esto no es justo.

Me he metido tanto en mis pensamientos que sin apenas darme cuenta estamos tumbados en el suelo, sobre las hojas húmedas. Mi cabeza se apoya en su pecho y oigo su corazón, acelerado cuando le miro y pausado cuando le acaricio el rostro. Una de sus manos reposa en mi hombro, la otra vaga inquieta por mis mejillas.

Me habla pero no puedo contestarle, veo doble y vuelvo a marearme, me incorpora y grita asustado, mi corazón alterna latidos rápidos y otros lentos, mis ojos se ponen llorosos y mis oídos se taponan, mi cabeza retumba, como si alguien le diese con un martillo de grandes dimensiones. Me apago. Lo sé. Noto lágrimas deslizarse por mi cara, pero no son mías. Mi corazón no late al ritmo que debería hacerlo. Él vuelve a gritar, pide ayuda, pero de nada sirve,
me voy, me estoy yendo, me fui.

Al menos no abandoné esta vida sola como pensé que iba a hacerlo. Ahora solo espero que haya algo ahí arriba y poder pedirle cuentas al que aquí abajo llaman Dios.

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