martes, 15 de febrero de 2011

Primera parte: " El cielo entero te lo está gritando"


Cincuenta y tanto malolientes fluidos flotaban desagradablemente en aquel autobús de segunda clase. El llanto de un niño se oía desde el amplio cristal de delante hasta el motor ardiendo de la parte trasera. El bostezo del conductor dejaba ver que llevaba ya siete horas de conducción sobre sus espaldas. El beso de unos adolescentes me hizo añorar esa época de ignorancia e ilusión. Pero fue aquel frenazo, el frenazo de mi vida, el que disipó todas mis pequeñas distracciones. Un joven chófer, novato lo más seguro, se antepuso en el camino del autocar, todos avanzamos dos o tres pasos precipitadamente, una lechuga y dos tomates rodaron por el estrecho pasillo seguidos de dos bolsas de cartón de las que desconocía el contenido. Di un grito, tal vez un poco ridículo, llevé mi mano derecha al corazón y mis ojos fueron a parar a los suyos, que sobresaltado por el choque se hallaba parado frente al vehículo. Creo que sin que nos diésemos cuenta alguien había atado nuestras pupilas con un hilo invisible ante el ojo humano. Durante aquellos escasos minutos - que para mi fueron décimas de segundo - el caos reinaba en la vieja carretera, a pesar de que el accidente no había tenido más daños que un pequeño hundimiento en la parte delantera del coche entrometido.Mientras, en mi cuerpo, una mezcla homogénea de incertidumbre, seguridad y paz se había hecho ocupa. Su pelo era oscuro, tan oscuro como una noche de invierno, en cambio sus ojos eran el polo opuesto, eran de un azul tan claro que en algún recoveco del iris parecía transparente. Más tarde, cuando lo tuve al lado pude ver que era alto, una o media cabeza más que yo, sí, aquel hombre de primera clase subió a aquel cuchitril de autobús.Desconocía las personas de ese mundo, pero aquella lustrosa y elegante vestimenta y el hecho de que todos los pasajeros se abrieron a su paso me hizo entender que no sería el tipo de hombre que vería por mi barrio, ni comprando pan ni paseando al perro, seguramente ya tendría a alguien para que le pasease al perro. Con un paso desmesuradamente seguro se fue acercando a mí, yo me hice la sueca lo más que pude, pero la dirección de sus pasos era clara, su destino era yo. Se paró junto a mí, a mi izquierda y se agarró en la misma varandilla que yo, creo que nuestras manos se rozaron, o tal vez no, la verdad es que tengo esos recuerdos un poco borrosos. Notaba como sus ojos se clavaban en mí, como si tuviera ante sus estos a la mujer más bella que había visto jamás, pero me tenía a mí, Lluvia Vela Crespo, no había más. Creo que en mis 19 años él era el primero que se paraba a observarme de aquella manera, me hacía sentir bien, pero extraña, la falta de costumbre supuse.
- Hace un día precioso, ¿no cree?
Asomé la cabeza al cristal de la ventana, llovía a mares. ¿Qué es eso? Ah sí, creo haber oído un trueno.
-Va a ser verdad que cada par de ojos ve la realidad a su manera. - dije sin apartar mis ojos del mugriento suelo.
-¿Y como la ven los suyos, señora?
- Mejor que los suyos ya lo creo, pues si no le importa, soy señorita.
- Oh sí, disculpe, no quería meter la pata.
No pude evitar soltar aquella pequeña carcajada que intente esconder bajo el pañuelo añil, la vio, la escuchó y la sintió.
-Tiene una sonrisa digna de admir...
Le interrumpo.
-Me bajo aquí - dije tres paradas después de que aquel hombre le diera algo de clase a ese transporte. - Adiós.
Como si le hubiera dicho que el mundo se acababa ese día, su cara se descompuso, aunque quizás aquel pequeño ecosistema que habíamos creado en menos de quince minutos se fuese a deshacer entonces. Pero no fue así, fue aquel dato de última hora, el cual, por suerte o por desgracia, yo le proporcioné.
-¡Espere!¡No se vaya!¡Necesito saber su nombre! - gritó angustiado.
-
El cielo entero se lo está gritando.
Y le sonreí y me fui corriendo, pidiendo a Dios con todas mis fuerzas que aquel hombre se subiese de nuevo al autobús, que fuese su destino, que un deseo incomprensible de encontrarse conmigo le recorriese todo el cuerpo.

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