viernes, 4 de noviembre de 2011

Segunda parte: "Arbeit macht frei"

Me subí a una maleta que alguien había dejado bajo el pequeño ventanal. El sol era hermoso aquella mañana y la brisa era fresca y dulce, daban ganas de comérsela, o quizás eso se debía al hambre, no lo sé. Miré hacia el sur y entonces, vi como a una velocidad más o menos rápida, nos estábamos acercando a una estación. Lo grité y todos se abalanzaron sobre mí. Mi hermano me cogió y me sacó de aquel alboroto en el que nadie se fijaba en quien pisaba o a quien empujaba, sólo querían encontrar algo por lo que continuar luchando. Entonces, entre el nerviosismo y la esperanza de que hubiésemos llegado a donde fuese que íbamos el tren dio un frenazo, robándonos el equilibrio y provocando alguna que otra aparatosa caída. En la estación, unos 50 soldados se reían y regocijaban con nuestra hambre y nuestra sed. Nosotros, intentando ser ajenos a las risas, suplicábamos por un trozo de pan, por algo de agua, por algo que nos ayudase a sobrevivir o por el contrario, tardaríamos poco en caer. Al fondo, apareció un soldado que comenzó a gritar:

- ¡Vamos! Dejad las risas y echarles agua, ¡Vamos, venga! ¡Moveos!

No solo los judíos de aquel tren quedaron atónitos ante las órdenes del soldado, tambien sus propios compañeros. Aún así, supongo que sería uno de los jefes, porque las carcajadas cesaron y en un minuto, doce mangueras, una para cada vagón, comenzaron a lanzarnos agua por las rejas y rociaron las paredes. Gracias a ello el calor del interior disminuyó, los sudores cesaron, al menos durante unas horas, por lo que la intensidad del olor se redujo y nuestras gargantas se refrescaron. Además, algunas migajas de pan se introdujeron entre las rejillas y al entrar en nuestros estómagos cayeron como piedras en un barranco.

El viaje continuó durante una noche más. Fue al amanecer del día siguiente cuando llegamos a la última estación, con varias heridas, un hambre impresionante y una sed inverosímil, además de 18 muertos a nuestro lado. Había un pequeño cuartel del cual salía el sonido de la radio alemana. También decenas de perros ladrando sin parar. Y como en todas las esquinas del país alemán desde hace unos cuantos meses había cientos de soldados.

Estos fueron los que abrieron las puertas. Salir de allí fue como si nos hubiesen quitado un ajustado corsé que llevábamos puesto desde hace tres largos días. Muchos no saltaron para salir, simplemente se dejaron de caer. Inspiré profundamente, ansiaba coger la mayor cantidad de aire puro posible.

En cuanto los vagones estuvieron vacíos, empezaron a empujarnos con una especie de vara en forma de bastón hecha de metal. ¡Vamos, moveos judíos! ¡Moveos de una vez! Gritaban. Nos trataban como si fuesemos un gran rebaño de ovejas al que trashumar desde sus casas a los campos de concentración. No nos dejaban coger nuestras pertenencias, nos decían que ya nos las darían más tarde. Del mismo modo que comenzamos el viaje, tampoco ahora podíamos ayudarnos a levantarnos por lo que los disparos eran continuos y los cuerpos eran pasados por encima como si no estuviesen ahí. Estábamos débiles, cansados y muertos de sueño. Nos pedían a voces que acelerásemos y que nos pusiésemos en filas de cinco, a un lado las mujeres y los niños y al otro, los hombres. Me fui con mi madre de la mano y mi hermano con mi padre. Ni siquiera pudimos darnos un beso de despedida.

El miedo que sentía era inimaginable, me temblaban las piernas y las manos. Las rodillas se me doblaban continuamente y mi corazón latía considerablemente rápido. No sabía muy bien dónde estaba, pero por los cuchicheos de los centenares de judíos parecía encontrarme en un campo de concentración, Auschwitz.

Delante de todos nosotros había varios soldados, uno de ellos era médico, lo deduje por su bata blanca y los guantes que cubrían sus manos. Estaba sentado frente a una mesa y no sabía con que criterio, iba mandando a las personas a la derecha o a la izquierda. No supe que diferencia existía entre una dirección u otra, no tenía la menor idea. Tras unos dilatados minutos llegó nuestro turno. Mi madre fue mandada a la izquierda, junto con mi padre. Perdí a mi hermano, así que no sé a donde fue el.

Después de mi madre, me tocaba a mí. Entonces, el doctor, sentado en una silla aparentemente incómoda pero en la que encantada hubiera descansado, comenzó a hablar.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Allisa – respondí.

- ¿Tu edad?

- Dieciséis – mentí. No sé muy bien por qué lo hice, pero ahora se que hice bien.

- Soy el doctor Mengele, creo que nos veremos pronto. Derecha.

No entendí muy bien que quiso decir con eso y permanecí paralizada, oía como el soldado de al lado me gritaba que me moviese pero no lo escuchaba, el miedo me había congelado. ¿Y si no debía haber mentido sobre mi edad? ¿Y si la izquierda fuese la opción buena? Pero ya no podía hacer nada, el alemán me agarró con brutalidad y me llevó hacia la derecha. No entendí por qué usó esa fuerza si ni siquiera me opuse, en ese momento yo tan sólo era 50 kilos de resignación andantes.

Nos llevaron a una habitación enorme, con bancos que la rodeaban entera. Tuvimos que quitarnos la ropa, absolutamente toda y depositarla en el centro de la habitación.

Un soldado pasaba con una caja por delante de nosotros, allí debíamos depositar las joyas que llevásemos. Pero yo no podía darle mis pendientes, eran de mi abuela, El alemán llego a mi posición y me acercó la caja, yo no eché nada.

- ¡Apártate el pelo de las orejas!

Hice caso omiso.

- Judía, apártate el pelo de las orejas.

Volví a ignorarle y entonces, una bofetada resonó en toda la habitación y hubo silencio. Jamás me habían pegado, ni siquiera mis padres lo habían hecho nunca. El dolor me duró varios días, pero hay un dolor que aún me dura.

- ¿Sabéis que pasa si no hacéis caso, judías de mierda?

Sacó el arma y por primera vez desafié a la muerte. La acercó a mi frente y cuando estaba a punto de presionar el gatillo, una mujer que estaba a mi lado izquierdo susurró:

- No, no, no, no puedes matarla, no lo hagas, no, no…

- ¿Osas negarme mi voluntad? – preguntó furioso el soldado. – Esto es lo que pasa cuando creéis que sois alguien.

La muchacha que hasta hace un minuto intentaba salvarme la vida cayó desplomada golpeándose la cabeza. Salvó mi vida pero perdió la suya. Recordé entonces lo que mi padre había intentado hacerme comprender aquel día en el tren, lo que le das a los demás te lo estás quitando a ti. El soldado me arrancó los pendientes de cuajo, creo que llegué a sangrar. Aquel día aprendí a callar.

Nos sentamos mirando a la pared y comenzaron a cortarnos el pelo, nos raparon todo el cuerpo, una vez más, parecíamos ser ovejas a las que trasquilaban. Nos pusieron un vestido gris, ahora éramos todas iguales, inútiles judías totalmente iguales.

Se escuchaban miles de agudas voces, entrecortadas y asustadas, ¿Dónde está mi marido? ¿ Y mis hijos? ¿Cuándo veremos a los que han ido a la izquierda? ¿Dónde estamos? ¿Cuándo comeremos?

No todas teníamos el mismo conocimiento de la situación, algunas no sabían nada, otras, sin embargo, conocían al detalle lo que le pasaba a la gente de la izquierda y yo, que estaba en el medio de los dos grupos, me aventuré a preguntar a una chica de unos 20 años.

- ¿Cuándo veremos a los de la izquierda?

- Cuando nos maten.

- No entiendo lo que quieres decir.

- Cuando te maten, irás al cielo ¿no? Pues ahí es donde están los de la izquierda, en el cielo.

Creía haberlo entendido, pero prefería pensar que me estaba equivocando.

- ¿Los han matado?

- ¿No lo hueles?

Es cierto, había olido tantos nauseabundos olores esos últimos días que parecía haber perdido el olfato, pero me detuve un momento y entonces lo olí, era un olor putrefacto y emanaba de una enorme chimenea que había a nuestra izquierda. Estaban quemando algo, pero ¿ el que?

- ¿Qué es ese olor?

- Personas muriendo, todas las que no sirven para trabajar, los enfermos, los niños, los ancianos y si te descuidas, nosotras cuando ya estemos débiles.

En ese instante entendí que aquello era una cámara de gas y que aquel día quedaría marcado como el día en que vi a mis padres por última vez. Fue entonces cuando unas desmesuradas ganas de llorar invadieron mi cuerpo, pero no podía. Mis ojos estaban secos, había echado una media de tantas lágrimas por segundo que ya no me quedaban. Aún así, el dolor por la pérdida era el mismo o incluso más, por la culpabilidad de ni siquiera poder llorar su muerte.

Permanecimos de pie durante varias horas, más de cinco, eso seguro. Entre ladridos y gritos inhumanos, vi llegar dos trenes más y bajar de ellos a hermosas señoritas que en menos de una hora tenían los ojos inyectados en sangre, sus cabellos habían desaparecido y probablemente, sus ganas de vivir también. Cientos de niños y niñas eran separados brutalmente de sus padres, no sin antes presenciar miles de actos brutales y sanguinarios. Varios fueron fusilados frente a sus hijos por el simple hecho de querer permanecer junto a ellos. Grandes masas de gente se dirigían a las cámaras de gas y la mayor parte desconocían su fatídico destino.

Finalmente, cuando ya había caído la noche y el frío ya se había cobrado las víctimas más débiles nos llevaron a una nave que había a la derecha. Allí montones de vestidos grises sin formas ni tallas se apilaban. Estaban sudorosos y llenos de barro Nos dieron uno a cada una, a algunas nos quedaban más bien anchos y a otras les costaba respirar, pero no podíamos pedir un cambio. De todas formas, daba igual , nos hubiese bastado un saco de patatas con tal de tener algo con lo que desprendernos del inaguantable frío.

A continuación llegamos a un barracon. Era de madera, carcomida ya por todos sus rincones. Había diecinueve tragaluces, todos ellos diminutos y tan sólo dos eran abatibles. Olía a cerrado, a humedad. Había literas de tres pisos con cuatro sacos llenos de papel, paja y virutas en cada una. Aún así, con aquel masivo aprovechamiento del espacio, cincuenta personas teníamos que dormir en el suelo mojado, acompañadas de algún que otro roedor. Yo era una de aquellas 50. A gritos, nos fueron colocando a una a una y cuando todas ocupábamos ya nuestro medio metro cuadrado de espacio vital y los soldados se disponían a salir, la chica de mi lado comenzó a hablar en alemán. Era la joven con la que había hablado antes. Sabía lo justo de alemán y su acento polaco delataba su procedencia.

- Soldado, necesito ir al baño.

- ¡Sargento!

- Perdón, sargento, necesito ir al baño… - parecía estar hablando con el suelo pues su mirada permanecía fijada en él.

El soldado, o sargento, debatió consigo mismo si matar a aquella judía polaca por su atrevimiento o dejarla vivir y llevarla a hacer sus necesidades. Finalmente, giró la cabeza y hizo una seña a uno de los soldados que cubrían su espalda. Este salió y volvió tras unos segundos con un cubo de metal que entregó a su superior.

- Ahí tienes- dijo mientras lo lanzaba y golpeaba al aterrizar con mi pierna.

Se fueron. Descubrí entonces algo que me salvaría la vida varias veces a lo largo de mi estancia allí. El antisemitismo no desaparecería, el odio hacia nuestra raza no menguaría jamás y si te dejas llevas por las masas en todo momento, el final es evidente. Pero en cambio, si intentas salir de vez en cuando, quizás, por pura intuición, salves tu vida.

sábado, 22 de octubre de 2011

"Arbeit macht frei"


Tengo el sueño tan ligero, que basta una brisa más fuerte de lo normal para despertarme. Así que cada vez que mi madre se despierta a las cuatro para abrir la panadería yo, inevitablemente, me levanto con ella. En el fondo me gusta. Desde que tengo catorce años me deja ir y ayudarle a hacer el pan antes de que empiece la escuela. He de acostarme muy pronto, claro está, pero me compensa. Cada mañana, a eso de las cinco y media, los hornos empiezan a funcionar y alrededor de las seis un olor a harina y sal fluye por cada esquina del local y se mezcla con el aroma a chocolate de los pasteles de mi abuela. Mi madre quiere que herede la panadería, pero yo tengo otros sueños. Yo quiero escribir cientos y miles de libros, quiero viajar y descubrir mundo. Pero este olor tiene que venir conmigo sí o sí, tendré que pensar en cómo lo haré.

Hoy el cielo ha amanecido con un color amoratado con suaves matices naranjas. Siempre me levanto de buen humor, en eso he salido a mi madre. Pero por algún motivo que no lograba adivinar, aquel amanecer toda mi casa estaba revuelta, mi madre era incapaz de hablar coherentemente y mi abuela, sentada en la mecedora de la esquina, permanecía con los labios sellados. Mi padre, en un intento por calmar a las damas de la casa, insistió en que fuesen a la panadería e hiciesen vida normal. No paraba de repetir que no pasaría nada, que estarían más a salvo en aquel barrio que en este. Yo no entendía nada y por más que preguntaba parecía que mi voz era inaudible para los oídos de mi familia. Ni siquiera mi hermano, recién veinteañero, me escuchaba. Decidí entonces conversar con Bref, mi perro. Solía hacerlo porque se que aunque no hable mi idioma me entiende a la perfección. En circunstancias normales, cada uno de los miembros de mi familia me habrían tachado de loca, pero aquella mañana había algo más importante que yo y la impotencia de no saber qué era se hacía cada vez mayor.

Finalmente, mi madre y mi abuela decidieron acatar las órdenes de mi padre y se pusieron en marcha. Como todos los días, pensé que nosotras iríamos abriendo las calles y apagando las farolas, pero aquel jueves había más ajetreo de lo normal. ¿Qué le pasaba hoy al mundo? A medida que caminábamos noté algo extraño, cientos de cristales de numerosos negocios cubrían las aceras y miles de amigos y conocidos lloraban y corrían. Mis acompañantes se miraron la una a la otra y ambas agarraron mi mano como cuando tenía cinco años. Llegamos a la esquina que daba a la calle de la panadería y se frenaron.

-Mamá, espera aquí con Alissa – le dijo mi madre a mi abuela.

Entonces, con sumo cuidado asomó la cabeza en busca de nuestro negocio y gritó, gritó con todas sus fuerzas.

- ¡Corred, volvamos a casa! ¡Vamos, venga!

No pude evitar asomarme. Tres soldados alemanes golpeaban nuestro cristal con una extraña mezcla de rabia y disfrute. Ni siquiera sabía quienes eran, no los había visto en la vida, ¿Por qué nos odiaban tanto entonces? No les habíamos hecho nada. Corrimos como si nos fuese la vida en esa huida. Mas tarde comprendí que así era, nos iba la vida en ello.

Al llegar a casa, mi padre y mi hermano supusieron lo que había pasado por nuestras caras. Creo que hasta Bref pudo darse cuenta. Permanecimos en silencio un buen rato y fueron tres fuertes golpes en la puerta los que rompieron el silencio. “Escondeos” gritó mi padre en susurros. Cada uno se escondió lo mejor que pudo en esos 60 segundos que los alemanes tardaron en tirar la puerta abajo. Mi padre y mi madre bajo la cama, mi abuela tras las cortinas, mi hermano en el armario y yo, en una competición con mi flexibilidad logré meterme en el cubo de la basura. “¡Salid!” gritaron, pero no hicimos caso. Aun así, no tardaron en ver a mi abuela, que era más bien gruesa. Mi madre estornudó por el polvo de la cama, quedando descubiertos ella y mi padre. Mi hermano salió por su cuenta y yo, viendo que iba a quedarme allí sola, salí de sopetón y cubierta por un montón de desperdicios y olores asquerosos. El soldado más alto que había visto en mi vida dijo:

- ¡Mira que bien! ¡Los judíos ya van aprendiendo que su sitio está en la mierda!

Nos estaban insultando y nadie decía nada, todo el mundo tragaba aquellas palabras sin ningún esfuerzo aparente. Nos dejaron tan sólo cinco minutos para recoger toda una vida. Mi abuela cogió sus joyas y el libro favorito de mi abuelo, que en paz descanse. Mis padres agarraron una chaqueta cada uno y dos sombreros ridiculos que nunca se habían puesto. Mi hermano cogió una flor seca que llevaba bajo su almohada desde hace unos cinco meses, creo que es de su novia, pero no estoy segura. Yo cogí un montón de cosas, inservibles la mayoría, cosas que ni sabía que tenía, pero desconocía que pasaría con mi casa y mis pertenencias después de ver lo que hacían con la panadería. Quien sabe si alguno de esos objetos me haría falta en un futuro. Algo que si que no se me olvidaba era mi pluma, había sido mi regalo de cumpleaños y con ella escribía todas mis historias con las que algún día publicaría mi primer libro.

Llegó la hora de salir, a ambos lados de la puerta los alemanes nos hacían un pasillo, creo que podían oler nuestras ganas de huir.

- Vamos Bref, nos vamos a otra casa, vamos.
- No puedes llevarte a Bref, Alissa – apuntó mi padre.
- Tu padre tiene razón niña, deja ahí al chucho.
- ¡No es un chucho! – grité.

Nunca me he arrepentido tanto de gritar como aquel día, bastó un segundo más para que aquel soldado desenfundase su arma y disparase fríamente a Bref, fue la primera vez que vi un monstruo. Lástima que no fuese la última.

Miles de personas más, todos judíos y muchos de ellos amigos del colegio con sus familias, llenaban las calles de mi barrio aquel día. Caminamos durante horas hasta llegar a unas vías de tren. Aquella tarde escuché decenas de disparos, pasé por encima de numerosos cuerpos sin vida y comprendí la inquietud del pueblo judío en aquellos últimos días.

No eran vagones de personas, sino de animales. Como los que transportan caballos. No había vanos, tan solo ventanucos enrejados, una a cada lado del vagón. No había asientos y el suelo estaba sucio y repleto de astillas. Nos metieron a empujones, como si fuésemos sacos de patatas. No había escaleras y la altura no era tontería, no podíamos ayudarnos entre nosotros, ni siquiera a las personas mayores y a los niños. Así murió mi abuela, de un disparo en la cabeza por no poder subir. Sus ojos estaban abiertos, bajé del vagón de un salto y tras mirar a la muerte de frente se los cerré. Había tanta gente que nadie se percató de aquel acto y de otro salto volví a subir. El vagón era la mitad de mi habitación, como tres metros de largo y uno y medio de ancho tal vez y allí, junto con un cubo de agua y nada de comida metieron a 57 personas, entre ellas mis padres, mi hermano y yo. Se oía una enorme variedad de sonidos pero reinaban los sollozos de niños, jóvenes, adultos y mayores. En ese instante, tuviéramos la edad que tuviésemos y supiésemos mejor o peor lo que estaba pasando, absolutamente todos teníamos el mismo miedo. El tren arrancó y derramó un tercio del cubo de agua. Un hombre propuso racionar concienzudamente el resto ya que no sabíamos cuanto tiempo duraría aquel viaje. Yo no tenía sed y se lo dije a mi madre, pero insistió en que no lo dijese más en voz alta y que bebiese cuando fuese mi turno aunque no me apeteciese, que si no, tal vez después ya no quedase. Así lo hice y me alegro de haberle hecho caso. A las doce horas de viaje, tres personas que no tenían sed y que no habían sido tan listas como mi madre yacían muertas a la derecha del vagón. Aguanté todo lo que pude, pero mi vejiga no daba más de sí. Todo el mundo había hecho sus necesidades en un cubo que había junto al de agua. Al principio les tapábamos con una manta para que nadie les viese, al cabo de unas cuantas horas ya daba igual, nadie se fijaba en nadie. Todas las miradas caían en un enorme vacío, las lágrimas formaban una orquesta al precipitar y la resignación se hacía dueña de nuestras mentes. Durante el viaje tuve tiempo para muchas cosas y entre ellas, preguntarle a mi madre que estaba pasando. Le hice mas de cincuenta preguntas, pero tan sólo me dio una respuesta. Somos judíos y por ello estamos aquí. ¿Acaso ser judío era un delito? ¿Ir matando por ahí a ancianos y niños no lo es? ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no nos protege? No entiendo nada.

Por la ventana no entraba luz, era de noche. Mientras la mayor parte del vagón dormitaba mis padres desliaron las chaquetas y los sombreros absurdos. Ahí comprendía por qué habían cogido eso y no algo más valioso, entre aquellas prendas se escondían pequeñas hogazas de pan, seis o siete. Y unas cuantas piezas de fruta, algunas demasiado maduras, pero era tal el estruendo de nuestros estómagos que ni nos fijamos en eso en aquel instante.

- Comed despacio, que no os siente mal.
- Y dejad algo para más tarde – añadió mi madre a la orden de mi padre.

Tenía hambre, pero me dio por pensar que los demás hombres y mujeres que viajaban con nosotros también.
- Papá, repartámoslo o morirán de hambre.

Tenía catorce años y vivía en una pequeña burbuja, pero no era tonta y a medida que avanzaba el tiempo sabía con mayor exactitud, dentro de lo posible, lo que estaba sucediendo.

- Alissa, esto es una guerra. Lo que le das a los demás te lo estás quitando a ti. Mira al fondo a la izquierda, ¿ves a aquella pareja? Mira sus bufandas llenas de migas de pan. ¿A ti te han ofrecido algo? Toma esto y come –dijo pasándome un bollito de la forma más disimulada que se podía – y siento ser tan duro, pero has de aprender a sobrevivir.

Quise replicar y dejar claro que yo seguía sin estar de acuerdo. Que en mi opinión, lo que perdías ayudando a otro te lo devolverían más adelante ayudándote a ti, pero la mirada de mi madre me hizo entender que aquellos eran momentos llenos de nervios y angustias, que mis reivindicaciones no tenían sitio ese día. Comí y callé.
Mi hermano no hablaba. Había estado callado desde que me desperté a las cuatro. Era como si hubiese perdido todos los sentidos. El olor allí era insoportable, los fluidos corporales de los cuarenta y seis que aún quedábamos se mezclaban con el desagradable hedor de los once muertos del fondo. Pero él parecía no oler nada. Yo no podía ni mirar los cadáveres, la gente se desprendía de su ropa con el fin de soportar el calor y parte del cubo de las necesidades había manchado nuestros pies. Sus ojos parecían ser los de un ciego. Yo ya no segregaba saliva y no quedaba agua, algunos habían empezado a beber los orines o incluso sus propios sudores. El parecía no sentir la sequedad de su garganta. Cada vez eran menos los sollozos, frenados por la resignación, pero los que persistían eran cada vez mas intensos y sufridos hasta tal punto de provocar la locura. Pero el seguía inmóvil, nunca lo había visto así, mi hermano no estaba bien.


Conseguí conciliar el sueño, aunque no sabría decir cuánto tiempo. Cuando me desperté, me sentía como si hubiesen derribado una tonelada de escombros sobre mí. Apenas podía girar el cuello y tenía varios arañazos de astillas en las piernas. Pero me sentía afortunada, esa mañana había 7 muertos más y yo, seguía en pie.

sábado, 9 de abril de 2011

“Llora por acordarte de los recuerdos, no porque me eches de menos”

En el exterior una refrescante brisa se hacía sitio entre el caluroso y soleado día de verano. Entre las cuatro paredes de mi habitación del hospital era todo muy distinto, una enorme tormenta se manifestaba en forma de lágrimas en los ojos de mis padres y el frío sobrevolaba la sala. Pero no entendía a que tanto drama, sí, tengo una enfermedad y no es un juego de niños, pero hay miles de personas que viven enfermas y son felices. Yo sólo tengo 10 años, ¿ he de amargarme porque mi riñón no funcione como debería? Incluso la doctora Bea sentía pena, me dio una piruleta y no sé, tal vez si me la hubiera entregado con una sonrisa me hubiera hecho más ilusión.

- Será mejor que la dejemos descansar. – anunció la doctora y entonces todos se fueron.

Intenté descansar, pero me pudo mi afán por explorar. Con cuidado, bajé de la cama, colocándome aquel incómodo traje y asomé mi cabecita por una pequeña rendija de la puerta. No había nadie, así que sin apenas hacer ruido para no despertar a mi compañero salí. Deslicé la yema de los dedos por la pared mientras jugaba a pisar tan sólo las baldosas verdes. A mi izquierda había un cártel que pedía silencio, tal vez si aquí no hubiera tanto silencio la estancia se haría más llevadera, pensé. Al otro lado estaba la foto de un payaso, siempre me han dado miedo, así que me asusté y salí corriendo. Una vez me creí lo suficientemente lejos de aquella sonrisa malévola me paré, algo cansada y más tranquila, pero aún en alerta. Tras de mí escuche un llanto cansado y sincero. Me giré despacio, no quería importunar, pero aquel chico ya se había percatado de mi presencia. Después de mirarme de arriba abajo me hizo caso omiso, lo que me permitió a mí examinarle. Escondidos bajo un océano de lágrimas que se deslizaban precipitadamente por sus mejillas había unos ojos color miel. Por su nariz cientos de pecas se repartían con gracia. Su pelo cobrizo le tapaba las orejas y su boca estaba abierta intentando respirar profundamente para tranquilizarse. Sus pequeñas manos agarraban con fuerza las sillas contiguas a la suya y de cuando en cuando, repasaba las marcas de sus vaqueros en un intento de distracción. A medida que lo observaba me iba acercando, una vez frente a él apoyé mis rodillas en el suelo y le cogí las manos. Levantó la cabeza y busqué sus ojos, rojos de tanto llorar, le sonreí y me miró extrañado a la vez que me retiraba las manos. Decidí entonces sentarme a su lado y apoyé mi cabeza en su hombro.

- ¿A quien has perdido?
- A mi abuelo.
- ¿Le querías?
- Pues claro, es un abuelo, todo el mundo los quiere.¿Acaso tu no quieres al tuyo?
- Yo no tengo ninguno.
- ¿Nunca has tenido abuelos?¿ No te han llevado al parque? ¿No te han dado chucherías el domingo?
- No, nací sin ellos y no suelen surgir a lo largo de la vida. ¿Y por qué lloras?
- Pues porque ya no le veré más.
- Al menos lo has visto alguna vez, quédate con los recuerdos buenos. – le digo mientras le sonrío . Me llamo Mabu.- y le doy un beso en la mejilla como acto de presentación.
- Yo Aitor.

Habían tenido un accidente, el sólo se había roto un brazo y se había dado un golpe en la cabeza, así que se quedaría aquí unos días, en observación según los médicos. Tenía doce años y era de un pueblo llamado “Alcatraz”. Le gustaba escribir y su sueño era sacar un libro y que la gente disfrutase leyéndolo, aquella mañana me prometió que me lo dedicaría.

De pronto aparecieron nuestros padres, histéricos porque no estábamos descansando en nuestras habitaciones. Nosotros apenas habíamos vivido una década, no hemos tenido tiempo de cansarnos, deberían de ser ellos los que saliesen de esas vidas tan ajetreadas y se tumbasen en una cama a no hacer nada. A regañadientes, los dos volvimos a nuestras respectivas habitaciones, no sin antes cruzar sus ojos miel con los míos esperanza.

Los días siguientes nos intercambiamos datos de nuestras vidas. Me olvidé de las demás personas y sentí que a él le pasaba lo mismo. Conocía su más mínimo miedo y su mayor pasión. Si acaso existiesen las almas gemelas él sería la mía. Se convirtió en mi mejor amigo. En mi otra parte. El tiempo en aquellas cuatro paredes cambió, un enorme sol parecía salir de cada rincón de las habitaciones. Mi estado de animo subió considerablemente y se vio reflejado en mi riñón, que aunque no curado del todo comenzaba a ver la luz al final de un túnel. Él estaba bien, había logrado que cada vez que pensase en su abuelo una enorme y radiante sonrisa se dibujase en su cara. Llevábamos siete días viéndonos a las nueve de la mañana, desayunando juntos, comiendo juntos, pasando las tardes en los pasillos, poniendo histéricas a las enfermeras y montando fiestas en la planta quinta, cenando y en algunas ocasiones, convenciendo a los médicos para dormir en la misma habitación. Basé mi vida en él y él basó la suya en la mía. Y entonces, llegó el 17 de Julio y llegó la tormenta.

La puerta de mi habitación se entreabrió y Aitor asomó su cabeza.

- ¡Aitor!
- Mabu, verás... me vuelvo a mi casa. Y posiblemente no volveremos a vernos, mis padres se van a vivir a otro país, tiene un nombre muy raro, ni siquiera se pronunciarlo...- como la primera vez que le vi, sus ojos estaban inundados.
- No quiero que te vayas, quédate conmigo por favor.
- Que más quisiera yo, le he pedido a mis padres que me dejen aquí, con los tuyos, pero dicen que es una tontería. Que ya nos veremos de mayores, pero para entonces tu no te acordarás de mi y necesitaríamos tantísima suerte para encontrarnos.
- Confía en la suerte, pelirrojo. Y recuerda, llora porque te acuerdes de los momentos buenos, no porque me eches de menos.

Se acercó a la cama, se subió y me abrazó y le abracé. Con todas nuestras fuerzas, con tanta ilusión como nadie, fue el abrazo mas especial del mundo, nadie viviría eso más que nosotros. Me dio un beso en la frente y me dijo: “ Pase lo que pase, este recuerdo es nuestro.” .

Pasé tres días horribles, llorando a mares, era incapaz de aplicarme mi propia filosofía de llorar por los recuerdos y no por la añoranza. Empeoré y los médicos consideraron que lo mejor era que regresase a casa, decían que este ambiente no era favorable. Estaba ya vestida y a punto de salir por la puerta cuando la enfermera Julia me entregó un paquete. Estaba envuelto en un papel marrón y atado con un bramante morado. Un marco rojo guardaba una foto de una de nuestras andanzas. Una nota lo acompañaba:

“ La cámara de la entrada nos vigilaba y el jefe de seguridad ha sido muy amable y me ha hecho el favor con no se qué programa informático. Yo tengo uno exactamente igual. Cuídate, pequeña. Te quiero.
PD: Llora por los recuerdos, no porque me eches de menos.”

Sonreí. Y fue el comienzo de una sonrisa que mantuve todos los días de mi vida. Se lo prometí y las promesas valen millones.


Diecisiete años después.

- ¡Taxi!

Me subí al vehículo y sobre el salpicadero descubrí un marco rojo, nuestro recuerdo.
El conductor se dio la vuelta y entonces ambos gritamos a la vez.

- ¡Mabu!
- ¡Aitor!

Salimos del coche y nos abrazamos, y una vez más, ese abrazo fue único.

- ¿ A dónde ibas?
- Al hospital – dije sonriendo. – hay un riñón para mí.
- ¡Eso es genial! Vamos, te llevaré.

Llegamos al hospital. Los médicos me dijeron que mi operación estaba prevista para dentro de tres días. Al salir , alguien pronunció nuestro nombre. Era la enfermera Julia, con 50 años sobre su espalda, pero con la misma vitalidad. Nos hizo tanta ilusión verla como a ella vernos. Se acordaba perfectamente de nuestra historia, y es que es verdad que ella había sido una especie de cómplice.

Nos montamos en el taxi y nos pusimos al día. El se había casado y esperaba un hijo. Su madre había fallecido. Yo le conté que tenía un novio, pero que aún no me había casado, que trabajaba de profesora en el colegio del barrio de “ La cruz” y que había llorado mucho por su vacío. Su expresión me dejó ver que él también.

Pasamos esos tres días maravillosos. Dejamos nuestras vidas a un lado, poniendo a nuestros acompañantes excusas baratas, hicimos el mundo nuestro, sin interrupciones. El tercer día la cosa se puso más seria, se acercaba la vuelta a la realidad.

Estábamos tumbados en la playa, eran las doce de la noche y una luna casi llena se reflejaba en el mar. Mi cabeza, descansaba sobre el latir de su pecho y sus manos recorrían mi pelo con total familiaridad.


- ¿Has escrito ya tu libro? – Pregunté.
- No, me faltaba la inspiración.
- ¿Y ya la has encontrado?
- Sí, pero aún me falta algo.
- ¿El que? – me levanté intrigada.

Llevó su mano a mi barbilla, me miró y se fue acercando, poquito a poquito, como si nunca fuese a llegar del todo. Hubo un primer contacto, un suave roce de labios. Y después vino el beso. Dormimos en la playa, con la brisa moldeando nuestros cuerpos y el olor a sal. Con los latidos de nuestros acelerados corazones mezclados con el ruido de las olas. Y con los cuerpos separados por un escaso milímetro de barrera invisible.

A la mañana siguiente me llevó al hospital, me tranquilizó pues los nervios apenas me dejaban respirar. Una vez más, se subió en mi cama.

- Vayámonos juntos después de que te operen. – me pidió.
- No podemos, Aitor y menos tu. Tienes una familia y una mujer a la que quieres mucho.
- Pero no la quiero como te quiero a ti y nunca llegaré a hacerlo.
- Eso ya lo sé, pero aún así, vas a ser padre. Y lo que tenemos tu y yo, es solo nuestro, y lo será tanto estemos juntos como si no. ¿Recuerdas? Pase lo que pase, este recuerdo es nuestro.

Logré hacerle sonreír, aunque en mi interior nacía un huracán de rabia, pues lo que más deseaba en ese momento era pasar el resto de mi vida con aquel hombre y con el niño que escondía en su interior.

- Mabu, es hora de ir a quirófano – anunció la doctora interrumpiendo aquel momento.

Mantuvimos juntas las manos y la mirada a lo largo de todo el pasillo. Probablemente sería la última vez que nos viésemos, a no ser que la palabra coincidencia se volviese a escribir en el libro de nuestra vida.

- Todo saldrá bien. Te quiero, pequeña.
- Yo también.




32 años después

- Y así fue , todo salió perfecto y como ya sabes, a día de hoy aún sobrevivo
con ese riñón.
- ¿No lo has vuelto a ver abuela? – me preguntó mi nieta, Julia.
- No, la coincidencia no ha vuelto a pasar por mi vida. Pero no pierdo la esperanza, espero vivir muchos años más.
- Es una historia preciosa, mucho mejor que todos los libros que me lee mamá y todas las pelis que echan en la tele los domingos. ¿Y el abuelo lo sabe?
- No, jamás se lo he contado. Era algo nuestro y ahora también es tuyo, has de guardarnos el secreto, ¿de acuerdo?
- De acuerdo, abuela.

Le di un beso cuando ella se levantó para abrazarme, tal vez oyó a la lágrima que gritaba pidiendo salir desde mis ojos lo que le hizo acercarse y darme un poco de cariño. Rompiendo aquel silencio sonó el timbre. Yo voy, yo voy dijo Julia.

- Preguntan por ti, abuela.

Me levante, algo fatigada y en la puerta un joven muchacho me esperaba.

- Esto es para usted señora, ha de firmarme aquí.

Obedecí y cogí la bolsa, en su interior un paquete de color marrón con un bramante morado me esperaba. Me mareé un poco, así que me senté en la mecedora. Abrí el paquete ansiosa y en su interior descubrí un libro. Tenía la tapa de color malva y en letra cursiva lucía un hermoso titulo: “ Llora por acordarte de los recuerdos, no porque me eches de menos.”. En la tercera página estaban las dedicatorias:

“ A mi mejor amiga, a mi mitad, a mi infancia, a mi esperanza y mi razón de ser, a la bondad en persona, a la lucha y sobre todo, a las coincidencias. Te quiero, pequeña. “

Manché la primera página con una lágrima, también la cuarenta y siete, la ciento cinco, la ciento cincuenta y cinco, la doscientos tres, la doscientos treinta y cuatro y otras muchas más, pero esta vez eran lágrimas de recuerdo acompañadas de una sonrisa que se dibujaba cada vez que revivía nuestra historia en aquel libro. Porque aquel era nuestro recuerdo, pasase lo que pasase.

viernes, 18 de marzo de 2011

"El cielo entero te lo está gritando"

"Para aquellos optimistas, que en una vida llena de desastres, ven un nombre propio."

Primera parte: Cincuenta y tanto malolientes fluidos flotaban desagradablemente en aquel autobús de segunda clase. El llanto de un niño se oía desde el amplio cristal de delante hasta el motor ardiente de la parte trasera. El bostezo del conductor dejaba ver que llevaba ya siete horas de conducción sobre sus espaldas. El beso de unos adolescentes me hizo añorar esa época de ignorancia e ilusión. Pero fue aquel frenazo, el frenazo de mi vida, el que disipó todas mis pequeñas distracciones. Un joven chofer, novato lo más seguro, se antepuso en el camino del autocar, todos avanzamos dos o tres pasos precipitadamente, una lechuga y dos tomates rodaron por el estrecho pasillo seguidos de dos bolsas de cartón de las que desconocía el contenido. Di un grito, tal vez un poco ridículo, llevé mi mano derecha al corazón y mis ojos fueron a parar a los suyos, que sobresaltado por el choque se hallaba parado frente al vehículo. Creo que sin que nos diésemos cuenta alguien había atado nuestras pupilas con un hilo invisible ante el ojo humano. Durante aquellos escasos minutos - que para mí fueron décimas de segundo - el caos reinaba en la vieja carretera, a pesar de que el accidente no había tenido más daños que un pequeño hundimiento en la parte delantera del coche entrometido. Mientras, en mi cuerpo, una mezcla homogénea de incertidumbre, seguridad y paz se había hecho “okupa”. Su pelo era oscuro, tan oscuro como una noche de invierno, en cambio sus ojos eran el polo opuesto, eran de un azul tan claro que en algún recoveco del iris parecía transparente. Más tarde, cuando lo tuve al lado pude ver que era alto, una o media cabeza más que yo, sí, aquel hombre de primera clase subió a aquel cuchitril de autobús. Desconocía las personas de ese mundo, pero aquella lustrosa y elegante vestimenta y el hecho de que todos los pasajeros se abrieron a su paso me hizo entender que no sería el tipo de hombre que vería por mi barrio, ni comprando pan ni paseando al perro, seguramente ya tendría a alguien para que le pasease al perro. Con un paso desmesuradamente seguro se fue acercando a mí, yo me hice la sueca lo más que pude, pero la dirección de sus pasos era clara, su destino era yo. Se paró junto a mí, a mi izquierda y se agarró en la misma barandilla que yo, creo que nuestras manos se rozaron, o tal vez no, la verdad es que tengo esos recuerdos un poco borrosos. Notaba como sus ojos se clavaban en mí, como si tuviera ante estos a la mujer más bella que había visto jamás, pero me tenía a mí, Lluvia Vela Crespo, no había más. Creo que en mis 20 años él era el primero que se paraba a observarme de aquella manera, me hacía sentir bien, pero extraña, la falta de costumbre supuse.
- Hace un día precioso, ¿no cree?
Asomé la cabeza al cristal de la ventana, llovía a mares. ¿Qué es eso? Ah sí, creo haber oído un trueno.

-Va a ser verdad que cada par de ojos ve la realidad a su manera. - dije sin apartar mis ojos del mugriento suelo.
-¿Y como la ven los suyos, señora?
- Mejor que los suyos ya lo creo, pues si no le importa, soy señorita.
- OH sí, disculpe, no quería meter la pata.
No pude evitar soltar aquella pequeña carcajada que intente esconder bajo el pañuelo añil, pero la vio, la escuchó y la sintió.
-Tiene una sonrisa digna de admir...
Le interrumpo.
-Me bajo aquí - dije tres paradas después de que aquel hombre le diera algo de clase a ese transporte. - Adiós.
Como si le hubiera dicho que el mundo se acababa ese día, su cara se descompuso, aunque quizás aquel pequeño ecosistema que habíamos creado en menos de quince minutos se fuese a deshacer entonces. Pero no fue así, fue aquel dato de última hora, el cual, por suerte o por desgracia, yo le proporcioné.
-¡Espere!¡No se vaya!¡Necesito saber su nombre! - gritó angustiado.
-El cielo entero se lo está gritando.
Y le sonreí y me fui corriendo, pidiendo a Dios con todas mis fuerzas que aquel hombre se subiese de nuevo al autobús, que fuese su destino, que un deseo incomprensible de encontrarse conmigo le recorriese todo el cuerpo.

Segunda parte:

El canto del viejo gallo me despierta, o más bien me asusta y me caigo de mi cama de paja. Alguien golpea la puerta de madera tres veces y mi padre, refunfuñando, se acerca a abrir.

-Ya voy, ya voy, quien será a estas horas - escucho como la puerta chirría al abrirse - Hola.

-Hola, espero no haberle despertado, si es así, discúlpeme.

-¡OH, no, tranquilo señor! - sorprendido por el lujoso coche que el desconocido forastero luce tras de sí mi padre miente como un bellaco.

-Menos mal, no tenía la intención de causar la más mínima molestia, me preguntaba si...¿vive aquí Lluvia?

Recé para que mi padre mintiese otra vez, había reconocido esa voz desde la primera sílaba. Pero habían pasado ya siete días desde el frenazo de mi vida y todas las disparatadas ideas que habían rondado mi cabeza no eran más que sueños banales, ya que mientras el se daba baños de oro yo me los daba de agua fría, no llegaríamos a nada. Quería olvidarle, olvidar aquel día y no volver a verle jamás. Pero a mi padre le dio por ser sincero.


-Sí, claro. ¿Quiere que la llame?

-Sí, por favor.

-¡Lluviaaaaaaaaaaaaaaaa!

Era imposible no oír la voz de mi padre.

- ¡No estoy! - grité desde detrás de la puerta de la cocina.

Oí su carcajada, tan dulce como unas fresas con chocolate el día de tu cumpleaños.

-En fin, espere, iré a buscarla - dijo mi padre.

-Gracias, señor.

Salí antes de que mi padre viniese y me cogiese del brazo, tiene demasiada fuerza o yo demasiada fragilidad, no lo sé.

Llevaba el vestido de cocinar, lleno de arreglos con viejos retales de algodón y mi pelo.. Mejor dejémoslo.

-Pero Lluvia, ¿acaso no ves a nuestro invitado? Como se te ocurre salir así... - me agarra fuerte del cuello mientras me dice eso y tras soltarme se disculpa por mí.- Perdónela, señor.

-Quien se presenta en casas ajenas a horas imprudentes es él, no yo.

-¡Quieres callarte ya! Compórtate, Lluvia.

Mi intención no era otra que causarle una impresionante antipatía, pero su sonrisa denotaba un mayor interés por mi persona por cada impertinencia que mis labios pronunciaban.

Y que unas ganas tremendas de lanzarme a sus brazos me recorriesen el cuerpo no eran motivo suficiente como para hacerlo.

Miré a mi padre "pidiéndole perdón" por mi comportamiento y mis ojos le dieron a entender que quería quedarme sola con él, lo llamo él, porque aún ni siquiera sabía su nombre. Llevaba una semana soñando con alguien del que no sabía nada, bueno, tan solo una cosa, le quería, por alguna estúpida razón, le quería mucho.

- ¿Qué quiere? – pregunto sin apartar la mirada del viejo felpudo.
- En primer lugar, sería un placer ver sus ojos y en segundo lugar, sería un placer aún más grande que me concediese su mañana.
- Ocupada.
- ¿Su tarde?
- Aunque suelo procurar conocer el nombre de mis amigos antes de aceptar citas me veo obligada a decirle que si, conociendo su imprudencia sería usted capaz de invitarme por la noche, a horas imprudentes, ¿o me equivoco?
- Espere empecemos otra vez. Soy Efrén. Encantado de conocerla. ¿Quiere salir esta tarde?
- No sea infantil anda. Recójame a las 6 aquí, sea puntual.
- Lo seré.

Sale por el camino de baldosas blancas, se da la vuelta y saluda a mi padre, que escuchaba desde la ventana de su habitación incluso con más atención que yo.
- Ven aquí, Lluvia – la voz de mi abuela se oye desde el fondo – siéntate.

Obedezco.
- Así que este es el chico del que todas las verduleras hablaban esta semana en el mercado. ¿Te gusta?
- Que dice abuela, no tengo tiempo para pensar en esas cosas, tengo que ayudar a papá e ir a trabajar.
- Vamos hija, tienes 20 años, ya tendrás tiempo de meterte en una casa. ¿No pensarás ir así vestida a tu cita no?
- Abuela... que no es una cita y no pensaba ir así pero tampoco ponerme el traje de los domingos.
Me mira decepcionada, pero no sorprendida, nunca he prestado mucha atención al sexo opuesto, he sido bastante individualista. Aún así, hoy me parecía un buen día para hacer un cambio, no muy brusco, claro está, pero si uno suave. Muy suave.

- ¿Aún guardas aquel vestido morado de cuando eras joven?
- Arriba, en el desván, doble fondo del baúl. Corre. – sonríe.

Hace tres años que no piso el desván, ni yo, ni mi padre, sólo mi abuela tiene el valor de hacerlo. La última vez que subimos los tres juntos fue cuando mi madre murió, guardamos allí todos los recuerdos, mi padre decía que lo mejor era borrarla del mapa, como si no hubiera existido, sufriríamos menos, decía.

Abrí la puerta muy despacio, como con miedo de que los recuerdos me azotasen la cara. Echo una primera visual a la sala y al entrar tropiezo con una caja que se abre dejando ver cientos de fotos y cartas atadas por un bramante. Es mi madre. Y las cartas son de mis padres. Abro una y descubro que en algún momento mi padre también le prestó en su vida un hueco al amor. A la derecha están sus cuadros, mi madre pintaba, eso sí, nada más que a carboncillo, las pinturas eran demasiado caras, aún así, son preciosos. Y por fin doy con el baúl, al fondo bajo una tela blanca, o quizás algo amarillenta debido al paso del tiempo. Tras un montón de vestidos antiguos, estaba el doble fondo y tras él, un vestido, el vestido. A pesar de sus cincuenta años es precioso, mangas a medio brazo, escote sugerente pero discreto y una caída libre color lila. A lo tonto ya son las dos, como y comienzo a arreglarme.

Tercera parte:
Agarro con la mano derecha el vestido, el tacto de la seda es agradable; deslizo la izquierda por la barandilla de la escalera y el ruido de los zapatos de tacón llama la atención de mi pequeña familia. Tras una hora de trabajo, mi pelo ondulado cae hacia el lado derecho, un recogido simple pero llamativo.

- Eres igual que tu madre.
- Gracias, papá.

En su cara se dibuja un gesto de admiración, su boca permanece abierta y parece que haya visto a su hija vestida de novia, espero que no se desmaye si eso pasa algún día.

- Disfrútalo, una no se pone así si no tiene un mínimo de interés, cariño.
- Lo intentaré, abuela.

Toc, toc, toc. Alguien llama a la puerta.

- ¡ Voy yo, voy yo! – tropiezo y casi caigo escaleras abajo.
- Guarda el entusiasmo para dentro de unos minutos hija, a ver si ahora no llegas a la cita. Ya abro yo.

Un poco avergonzada me recompongo frente al espejo de la entrada y escucho su voz de fondo.

- Hola.. esto.. yo venía a buscar a Lluvia...
- Si, espere.

- Hola, Efrén. – sonrío y observo su cara de sorpresa.

- Hola, Lluvia. Tome esto es para usted,

Esta nervioso, sus manos temblorosas me tienden una biznaga, como supo que era mi flor preferida, es algo que nunca supe la verdad. Cuando la cojo, me tiende el abrazo y como si lo conociese de toda la vida, lo agarro con total confianza.

- Cuídemela, por favor. - pide mi padre.
- Papá...
- Lo haré, señor.


Nos montamos en su coche y condujo durante una hora más o menos. En esos 60 minutos me dio tiempo a conocer algo más que su nombre y la inquietante sensación que causaba en mí. Venía de un país de África, no recuerdo muy bien su nombre, aún así toda su familia era de España. Tenía 27 años, siete más que yo, pero no se le notaba, derrochaba tanta vitalidad. Es empresario, de los mejores al parecer y pertenece a una familia de estas a las que todo el mundo conoce, todo lo contrario a mí, claro está.

Nuestro destino era el Lago “ Nomeolvides”. Su nombre viene de una leyenda que cuenta que un día de otoño un príncipe despechado lanzó al agua a la mujer que le había rechazado y del fondo salió disparada la nomeolvides hasta la barca del susodicho. El príncipe la tiraba una y otra vez al agua pero la pulsera siempre regresaba. Así que decidió romperla, pero cuando fue a hacerlo una enorme ola se lo tragó. Ahora es un monstruo marino, o al menos, eso dicen.
La historia me la contó Efrén, no sé si pretendía asustarme o sorprenderme, tan poco se que fue lo que logró.

- ¿Confía en mí?
- Que remedio...
- Cierre los ojos.

Me cubrió los ojos con un pañuelo y me agarró ambas manos desde atrás guiando mis pasos por el camino rocoso. Me pidió que me subiese a una superficie poco estable, una barca vieja y de madera, aunque pintada recientemente como comprobé cuando me retiró la venda de los ojos. Había remado llevándome hasta el centro del lago.

- ¿Es tuya?
- Desde hace seis horas – rió.
- ¿La has hecho tú?
- Sólo la he adecentado.

Comenzó a llover, histérica me puse a gritar, pero de pronto, respiré, recapacité y aprecié el momento. Con que llorasen las nubes ya era bastante, yo quería disfrutar del agua.

- ¿ Has puesto nombre a la embarcación?
- Sí, el cielo entero te lo está gritando.
- ¡¿En serio?! – no podía ser verdad.

Señala la proa con la mano izquierda a la vez que se acerca y me invita a hacer lo mismo. Me asomo y entonces veo una inscripción, es el nombre de la barca, es mi nombre. Pero cuando voy a incorporarme me caigo.

Durante unos segundos estuvo asustado, no me veía. Se lanzó al agua y entonces yo salí a la superficie riendo a carcajadas. Nadó hacia mí y no dijo nada, solo noté una expresión de alivio. Ambos teníamos los labios morados, el agua estaba congelada y respirábamos de forma acelerada debido al aleteo de nuestros pies en su esfuerzo por no hundirse. Hubo un momento en que sus ojos me hipnotizaron, pero me di cuenta de que el también estaba hipnotizado por los míos, me había centrado tanto en la belleza de los suyos que no me había parado a pensar que los míos eran idénticos. Aunque parecía imposible distraerse de aquella mirada lo hice y le miré los labios, y luego los ojos, y otra vez los labios, hasta que llegó un momento que no vi nada, sólo sentí como me daban el beso de mi vida.

A partir de ahí nos convertimos en almas gemelas, nuestra historia se escribía sola, como un carrito de ruedas cuesta abajo, éramos inseparables, mezclamos dos mundos totalmente distintos y quizá fue por eso que un día se rompió una rueda y más tarde, la otra.

Cuarta parte: Tres meses más tarde.

Noventa y dos días a su lado me bastaron para saber que era él. Quitando la obviedad de que el primer amor marca, yo sabía que él sería el único hombre al que diría te quiero a los ojos y no temblaría por si Dios me oye. Aquel día, cuando se pinchó la primera rueda había quedado con él, en el corral, a las cinco. Mi abuela dormía la siesta y mi padre había ido a visitar a su amigo Ramiro. Estaba tumbada en unos montones de paja cuando alguien me abrazó.

- El día ya tiene 17 horas y yo aún no te he dicho te quiero, es un delito.
Sonrío.

- ¿Te han dicho algo más tus padres?
- Sí, nada más que sandeces, que deje de verte si no quiero arruinar mi vida, que eres una... – se calla de repente.
- ¿Una?
- Una buscona que solo quiere mi dinero. Pero ellos son unos amargados, si la envidia los corroe no es mi culpa y mucho menos la tuya.
- ¿Y si te busco problemas, Efrén? Yo te quiero, pero sería un enorme egoísmo retenerte aquí conmigo, tu vida puede ir mucho más lejos que esta pequeña ciudad. Yo no pasaré de profesora del pueblo. De verdad, no te guardaría rencor si te fueses.
- ¿Pero que dices, Lluvia? Nunca he sido tan feliz como estos últimos meses, sin ti no podría, yo no quiero terminar como mis padres y se que si te dejo terminaré así.

Me besó. Y ahí comenzó lo que nuestras familias vieron como un pecado mientras que nosotros lo veíamos como el mayor acontecimiento de todas nuestras vidas.

Me echó de nuevo en el montón de paja. Me besó y comenzó a acariciarme. Mi mano izquierda levantó su camisa y él, como si mis ojos se lo pidiesen, se la quitó. Poco a poco la ropa quedó esparcida por el corral. Y ambos dibujamos en nuestros respectivos cuerpos mapas que recorrimos con la yema de los dedos con tanta suavidad como si temiésemos rompernos. Llené su piel de transparentes besos. Una milésima de milímetro separaba nuestros cuerpos, noté su calor y le entregué mi primera vez. Mientras yacíamos el uno sobre el otro mi padre irrumpió en la sala.

- ¡Desgraciado! ¡Fuera de aquí! ¡No quiero verte nunca más en esta casa! ¿Me oyes? Largo.

Se vistió rápido y se fue.

- Papá, espera, deja que te explique.
- Escúchame bien Lluvia Vela Crespo, no vuelvas a ver a ese hombre en tu vida. No saldrás de casa. ¿Te queda claro? Búscate a alguien que te respete hasta que te cases, ¿ o es que acaso eres una cualquiera?
- No me hace falta firmar unos papeles para saber que es el hombre de mi vida, papá, ¡no me hace falta!

Pasé exactamente dos semanas sin verlo, encerrada en casa, escuchando como mi abuela convencía a mi padre para que fuese más comprensivo, pero fue en vano, era más bien de mente cerrada aunque también comprendo el shock . Pero mi abuela me entendía, con los años comprendí que fue porque ella había vivido algo parecido. Más sorprendente fue aún cuando me enteré de que mi padre y mi madre vivieron algo similar, pero ese es otro tema. Mi abuela consiguió que nos viésemos y entonces le di la sorpresa. Siempre he sido muy directa con las noticias, las suelto, sin rodeos ni introducciones.
Tras abrazarle y besarle con unas enormes ganas, lo solté.

- Estoy embarazada.
- ¿Embarazada, de estar embarazada?
- Si, Efrén, de estar embarazada.

Me agarró con todas sus fuerzas de la cintura y comenzó a dar vueltas. Me soltó en el suelo y corrió por la calle gritando, ¡Seré papá! ¡Seré Papá!

Regresé a casa sola, y cual fue mi sorpresa cuando vi a medio barrio enclaustrado en el jardín de mi casa. Todos se giraron al verme y me miraron con un gesto de pena. Entre a casa y cuando fui a preguntarle a mi abuela, lo entendí todo. Se hallaba tendida en la cama, mi padre le sostenía la mano derecha, mientras ella intentaba hablar sin demasiado éxito.

- ¡Abuela! Papá, ¿Qué le pasa?
- - Sal conmigo, Lluvia - me acompañó hasta la puerta. – Verás hija, tu abuela... tu abuela se va a morir, de un momento a otro morirá... Lo siento mucho, cariño.

No, no podía ser, mi abuela no podía irse, ella no. Me acerqué al filo de la cama y la abracé, mi cabeza cayó sobre su corazón y sentí como su latido era más y más suave por momentos.

- Abuela, no te vayas.
- Déjame marcharme hija, estaré mejor, volveremos a vernos dentro de muchos años, eso sí. Tú se feliz con Efrén, no dejes que tu padre os eclipse.
- Gracias, abu. He de decirte algo, estoy embarazada de él.
- Es fruto de un amor verdadero, cuídalo.

Cerró los ojos y durmió eternamente.

- ¿Embarazada? Fuera de mi casa, largo.
- Pero papá, ¿Hablas en serio?
- Sí, ¡Largo todo el mundo! ¡Fuera de mi casa!

Nunca había visto así a mi padre, su mirada se llenó de furia, sus manos estaban ajetreadas y malhumoradas y su gesto era de odio, de odio al mundo.

Salí de casa, corriendo. Apenas me dio tiempo a coger nada. Sólo tenía un lugar al que ir, la casa de Efrén, la casa de sus padres.
Caminé durante horas y horas, bajo la lluvia y en algún momento, aguanieve. Nunca pude ver mi aspecto, pero sabía que no era demasiado bueno.

Por fin llegué, tiritando logre atinar tres golpes lo suficientemente sonoros como para que se oyesen dentro de la “ mansión”.

No sé que hora era, deduzco que tarde por la vestimenta que cubría los gruesos cuerpos de los señores Casanova.

- ¿Quién eres? – preguntó el señor.

Sabían quien era Lluvia, pero hasta esa noche no relacionaron dicho nombre y sus prejuicios con ninguna cara humana.

- So...soy... - no podía articular palabra y tras ver a Efrén bajar las escaleras de mármol me desplomé.

Las próximas horas están en blanco, lo siguiente que recuerdo don sus caricias y su voz susurrándome al oído: “ Te quiero mucho, pequeña. No dejaré que te pase nada nunca, ¿me oyes?
Sus padres entraron en la habitación y yo continué haciéndome la dormida, me convenía escuchar.

- ¿ Esta es la niñata por la que piensas arruinarnos? – le preguntó su madre.
- ¡Cállate, mamá! No es una niñata, es una mujer, es la madre de tu nieto y es la persona que va a dormir aquí, en esta habitación, conmigo, el resto de mis días.
- ¡Pero si es una muerta de hambre! ¿Tu crees que de ella va a salir un nieto sano? Efrén, si te quedas aquí lo perderás todo, o te vas a Luxemburgo o moriremos los tres de hambre, ¿Te enteras? La vida que te queda aquí es un camino a la pobreza.

Esa era una situación que yo desconocía, pero ya lo hablaríamos después, ahora tenía que seguir escuchando. Mi “casi suegro” permanecía en su posición de calzonazos.

- Entérate de que ahora mi vida tiene nombre propio y me da igual bañarme en oro que en agua fría.
- Estúpido enamorado.
- Casada frustrada.

Salieron de la habitación y entonces yo me hice la despierta. Llegamos a una especie de acuerdo, le convencí para que se marchase y juré y perjuré que le esperaría. Yo lo haría, lo tenía claro, pero él no volvería. Su vida en aquella ciudad sería mejor y aunque el principal nombre propio de su vida siempre sería yo, encontraría un segundo nombre. No le he guardado rencor nunca, para nada, viví lo mejor del amor en cuatro meses, me libré de las broncas, de los engaños y de las traiciones, disfruté sin tener que pagar un precio después. Alguien dijo alguna vez que el verdadero amor es aquel que busca la felicidad del otro sin exigir en pago su propia felicidad. Yo le deje ser feliz e incluso lo he sido yo también, he tenido a Ramiro Casanova Vela para recordarme aquella aventura cada día de mi vida. Le he amado a distancia, pero probablemente, le he querido más que muchos matrimonios que viven bajo el mismo techo.

Quinta parte: Treinta y siete años después.

¿Has leído mi historia? Muchas Gracias, de verdad. Pero espera, queda el último capítulo, guarda silencio, no hables, solo lee y espía tras la puerta de madera.

El calor de mi cama me resguarda, aunque si quisiera tampoco podría salir al frío exterior, mis huesos son ya demasiado débiles como para moverse y la fuerza de mi corazón se apaga poco a poco.

- Mamá, ¿estás despierta? - la triste voz de mi hijo entra por la puerta entreabierta.
- Sí. ¿Qué pasa?
- Ha venido alguien, dice que te prometió hace años que lo haría. ¿Le dejo pasar?
- Sí, es tu padre. – mi manera de dar las noticias seguía siendo la misma incluso en mi lecho de muerte.

Intento incorporarme sin éxito alguno. Pero aún así, lo veo. Su pelo es ahora blanquecino, pero aquellos ojos.. aquellos ojos siguen siendo los mismos.

- ¿Sabes qué? Tienes mejor aspecto que la primera vez que me recibiste en tu casa – rió burlón.
- Tu sigues exactamente igual de indiscreto que entonces. – lo acompañé en su risa- Jefe de la TBT leí en los periódicos.- afirmé luego más seria.
- Sí, pero el puesto no me daba lo que yo quería.
- ¿Y que querías tú?
- Lo que el cielo de aquella ciudad me ha gritado la mayoría de los días. Un clima lluvioso el de Luxemburgo, ¿sabes?

Lo miro y me mira. Una ola de lágrimas inunda mis ojos pero su abrazo las seca. El calor de sus brazos es mucho mejor que el que me ha dado la soledad todos estos años. Comienzo a dudar sobre si debí ser egoísta aquel día, si debí retenerle y no me siento mal por pensarlo. Con tanto tiento como la primera vez, me besa. Su mano no es tan firme y suave como antes, ahora es temblorosa pero eso sí, igual de dulce.

- Efrén, tengo miedo, hasta hoy me daba igual morirme pero ahora que te he vuelto a ver no quiero irme. Efrén no dejes que me vaya, por favor. – estoy alterada.
- Lo último que te dije fue que no dejaría que te pasase nada. No tengas miedo. Ven, iremos a un sitio.
- No puedo moverme.
- Si puedes, ven, te ayudaré a vestirte.


Saca de un maletín de piel el vestido de seda morado de mi abuela y me ayuda a ponérmelo como si fuese una figurita de cristal. Me recoge el pelo hacia el lado derecho.

- Ahora vengo.
Alguien dio tres golpes a la vieja puerta de madera. Mi hijo me acompañó y ahí estaba él, con una biznaga en la mano.

- Hola, Lluvia. Esto es para ti.

Nos montamos en el mismo coche y conozco su vida en los últimos años. Se había casado, y a pesar de las insistencias de su mujer, no habían tenido hijos. Su padre, como el mío había muerto y su madre tenía Alzheimer. Se había pasado los últimos primeros martes de cada mes observándome desde el jardín de la casa abandonada de enfrente. Mi hijo ya lo conocía, pero habían decidido no contármelo.

- ¿Confías en mí?
- Que remedio...
- Cierra los ojos.

Me pone un pañuelo y guía mis pasos una vez más. Huele a barca recién pintada, a lluvia, a agua de nomeolvides. Subimos en nuestra barca y llegamos hasta el centro.
Cada vez estoy más débil, le pido que deje de remar y que me abrace. Obedece.

- ¿Sabes una cosa? No he dejado de quererte nunca, tal vez ni siquiera lo he intentado, no me apetecía.
- ¿Sabes una cosa? – le robo la pregunta- te he escrito una carta cada día, pero nunca las he mandado, ahora que voy a irme creo que debes de tenerlas tú. Están arriba, en el desván, doble fondo del baúl.
- Quiero irme contigo.
- Has estado 37 años sin hablarme , aguanta unos cuantos más, no quiero verte ahí arriba hasta dentro de mucho.

Me pesan los párpados. Me estoy durmiendo. Estoy cansada. Me despido, pero me despido con el mejor sonido, el de su corazón, el mejor olor, su perfume, el mejor tacto, sus manos, el mejor gusto, sus labios y la mejor vista, mi lugar favorito en el mundo.

- Te quie...
- Yo también te quiero, pequeña.

Sexta parte: Lluvia descansó en el fondo del lago para el resto de sus días. Efrén tardó un año y tres meses en hacer lo mismo, no aguantaba no poder verla desde el jardín contiguo y tras leer la última carta de su amada la acompañó en su sueño.
Ramiro conoció a una adinerada muchacha y fue egoísta, si acaso se puede ser egoísta en el amor.

domingo, 20 de febrero de 2011

Hoy, adiós abuelo.

Con mi mano izquierda giro el pomo y tras escuchar y sentir el sonido chirriante de aquella puerta, tal vez por sus dos años de clausura, entro posando el pie izquierdo y tras este, el derecho. Hago todo esto con los ojos cerrados. ¿Estoy preparada para abrirlos? Desde aquel 20 de Febrero no he entrado en esta habitación, no conscientemente quizás. Creo que 17520 horas después es el momento. Subo las persianas, las de mis ojos primero y más tarde las de la ventana del fondo. La abro y entra una brisa fresca, no está de más un poco de ventilación. Cada mueble, desde la pequeña mesa cuadrada de la esquina hasta la enorme mesa del final están cubiertos de una tela blanca, más bien amarillenta. Destapo el sillón y me dejo caer, cierro los ojos, tomo aire como si fuera mi ultima inspiración y lo echo poco a poco, mientras, deslizo mis dedos por los brazos del sillón.
Y en un inquietante silencio mi corazón estalla y mis ojos rompen a llorar. Tengo la sensación de que me quedaré seca.
Y entre el estruendo de mis lágrimas escucho una voz:
"¿Por qué lloras Ali?"
Es...e..es..mi..
-¿Abuelo?
"Pues claro, hija, quien va a ser. Levanta de mi sillón anda, ¿Se puede saber que te pasa?"
-¿Pero..cómo.. estás aquí?- pregunto al tiempo que me froto los ojos y me pellizco.
" Eso no importa y no te pellizques más que te vas a acabar haciendo daño, lo importante es que estoy aquí, así que dime que te pasa."
- Pues que te echo de menos, muchísimo de menos, no te imaginas cuanto. Que sé que tus últimos años no fueron los mejores, que las enfermedades te perseguían, pero también sé que no hacías esas cosas a cosa hecha, que nos querías. Sólo hay que ver tus años buenos, abuelo.
"Pero no me tienes que echar de menos, yo estoy siempre a tu lad..."
Lo interrumpo.
-Abuelo, no seas como todos, no estás ahí, por mucho que yo te recuerde no puedo hablar contigo por teléfono, no puedo sentir como me coges del cuello como en los viejos tiempos, no puedo abrazarte con todas mis fuerzas. ¡No estás aquí, abuelo, no estás! ¡ No me hagas ser tan estúpida como las demás personas! Tranquila hija, tu cuando quieras verlo cierra los ojos y lo tienes ahí, siempre está contigo. ¡Vamos, son todo mentiras! Yo no soy como los demás ¿vale?, a mi esas frases típicas no me sirven, tú no estás aquí, solo eres parte de mis desvaríos, ¡JODER!
" Lo primero, limpiate esa boca. Después, coge ese teléfono, acercate y abrázame. Siempre que quieras verme ven, estoy siempre aquí, has sido tu la que has estado 730 días sin abrir esas puertas. Yo estaré aquí siempre, sólo coge el teléfono, acercate aquí, al sofá y abrazame."
Ando despacio, de espaldas sin parar de mirarle, no quiero que se me escape. Cojo el teléfono y corro hacia él, y lo abrazo con todas mis fuerzas, me agarra el cuello, suave muy suave y al oído me dice: escucha el teléfono, lo abrazo fuerte y de la emoción empiezo a llorar y cierro los ojos. Y se escapa y abrazo al aire.
Una voz sale del teléfono: " Te espero el año que viene y no llores, yo tambien te echo de menos pero quiero tardar años en verte, ojala pudiera tardar siglos mi vida."

Yo no quiero esperar siglos, ni siquiera años, cuando era pequeña, mi abuelo y yo envidiavamos a los pajaros por poder volar, ver la tierra desde ahi arriba parecia algo maravilloso, yo quiero probarlo y verlo con mi abuelo desde las nubes. Es la hora, abro la ventana y vuelo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Es dificil respirar y dormir tranquila con una espina en el pecho

Querida vida:

Siento mi pesadez, pero es que, viviendo y viviendo, me he chocado con una piedra enorme. Le pregunté el nombre, creo que era algo así como..Amistad, si creo que se llamaba así. La verdad es que he chocado unas cuantas veces con esta piedra, es una sensación agradable siendo sincera, me tiro al vacío y hay alguien que siempre está ahí para cogerme. Quizás a veces se duerma, o se despiste, pero basta un sonoro chasquido de dedos para despertarle y que vuelva a ser TU AMIGA. Supongo que eso es lo que hace que estas piedras sean tan duras, que pasan tesmpestades y con ellas se hacen más fuertes. Pero el motivo de esta carte es que el otro día choqué con una piedra muy dura, pero no me dolió. Apenas hablo con ella, pero creo que es la mejor piedra que he conocido en mi vida, sé que es la mejor. Pero hace días que se está consumiendo, poco a poco, al principio no me llamaba la atención, todas las piedras tienen un mal día, pero es que el suyo se está extendiendo. Incluso he podido observar alguna lágrima luchando por no salir, pero lo suficientemente evidente como para ser vista. Una vez más, ante este misterio no tengo un libro de instrucciones. Y los demás animales del planeta no son capaces de ayudarme, normal, son ANIMALES al cual más cafre. Por eso, seas lo que seas, ayúdame, dame una pequeña pista. Si no no quiero estar aqui, creo que si no tengo esa piedra tendré siempre una espinita clavada, es dificil respirar y dormir tranquila con una espina en el pecho, yo diria que imposible.

Atentamente, la friki humana.

martes, 15 de febrero de 2011

Primera parte: " El cielo entero te lo está gritando"


Cincuenta y tanto malolientes fluidos flotaban desagradablemente en aquel autobús de segunda clase. El llanto de un niño se oía desde el amplio cristal de delante hasta el motor ardiendo de la parte trasera. El bostezo del conductor dejaba ver que llevaba ya siete horas de conducción sobre sus espaldas. El beso de unos adolescentes me hizo añorar esa época de ignorancia e ilusión. Pero fue aquel frenazo, el frenazo de mi vida, el que disipó todas mis pequeñas distracciones. Un joven chófer, novato lo más seguro, se antepuso en el camino del autocar, todos avanzamos dos o tres pasos precipitadamente, una lechuga y dos tomates rodaron por el estrecho pasillo seguidos de dos bolsas de cartón de las que desconocía el contenido. Di un grito, tal vez un poco ridículo, llevé mi mano derecha al corazón y mis ojos fueron a parar a los suyos, que sobresaltado por el choque se hallaba parado frente al vehículo. Creo que sin que nos diésemos cuenta alguien había atado nuestras pupilas con un hilo invisible ante el ojo humano. Durante aquellos escasos minutos - que para mi fueron décimas de segundo - el caos reinaba en la vieja carretera, a pesar de que el accidente no había tenido más daños que un pequeño hundimiento en la parte delantera del coche entrometido.Mientras, en mi cuerpo, una mezcla homogénea de incertidumbre, seguridad y paz se había hecho ocupa. Su pelo era oscuro, tan oscuro como una noche de invierno, en cambio sus ojos eran el polo opuesto, eran de un azul tan claro que en algún recoveco del iris parecía transparente. Más tarde, cuando lo tuve al lado pude ver que era alto, una o media cabeza más que yo, sí, aquel hombre de primera clase subió a aquel cuchitril de autobús.Desconocía las personas de ese mundo, pero aquella lustrosa y elegante vestimenta y el hecho de que todos los pasajeros se abrieron a su paso me hizo entender que no sería el tipo de hombre que vería por mi barrio, ni comprando pan ni paseando al perro, seguramente ya tendría a alguien para que le pasease al perro. Con un paso desmesuradamente seguro se fue acercando a mí, yo me hice la sueca lo más que pude, pero la dirección de sus pasos era clara, su destino era yo. Se paró junto a mí, a mi izquierda y se agarró en la misma varandilla que yo, creo que nuestras manos se rozaron, o tal vez no, la verdad es que tengo esos recuerdos un poco borrosos. Notaba como sus ojos se clavaban en mí, como si tuviera ante sus estos a la mujer más bella que había visto jamás, pero me tenía a mí, Lluvia Vela Crespo, no había más. Creo que en mis 19 años él era el primero que se paraba a observarme de aquella manera, me hacía sentir bien, pero extraña, la falta de costumbre supuse.
- Hace un día precioso, ¿no cree?
Asomé la cabeza al cristal de la ventana, llovía a mares. ¿Qué es eso? Ah sí, creo haber oído un trueno.
-Va a ser verdad que cada par de ojos ve la realidad a su manera. - dije sin apartar mis ojos del mugriento suelo.
-¿Y como la ven los suyos, señora?
- Mejor que los suyos ya lo creo, pues si no le importa, soy señorita.
- Oh sí, disculpe, no quería meter la pata.
No pude evitar soltar aquella pequeña carcajada que intente esconder bajo el pañuelo añil, la vio, la escuchó y la sintió.
-Tiene una sonrisa digna de admir...
Le interrumpo.
-Me bajo aquí - dije tres paradas después de que aquel hombre le diera algo de clase a ese transporte. - Adiós.
Como si le hubiera dicho que el mundo se acababa ese día, su cara se descompuso, aunque quizás aquel pequeño ecosistema que habíamos creado en menos de quince minutos se fuese a deshacer entonces. Pero no fue así, fue aquel dato de última hora, el cual, por suerte o por desgracia, yo le proporcioné.
-¡Espere!¡No se vaya!¡Necesito saber su nombre! - gritó angustiado.
-
El cielo entero se lo está gritando.
Y le sonreí y me fui corriendo, pidiendo a Dios con todas mis fuerzas que aquel hombre se subiese de nuevo al autobús, que fuese su destino, que un deseo incomprensible de encontrarse conmigo le recorriese todo el cuerpo.

lunes, 17 de enero de 2011

Carta a la dama oscura.

Querida creadora de la tierra y en consiguiente, de la humanidad:

No sé si eres Dios, una explosión fortuita, un extraterrestre que se aburría y decidió hacer de nosotros un juego de los sims , pero seas quien seas, con todo el respeto del mundo y con mi mas humilde opinión, con que pocas ganas lo has hecho o que manazas eres.
¿Por qué crear un planeta? ¿No tenías suficiente con los demás? ¿Por qué no escribir un libro, tener un hijo o plantar un árbol? ¿No había otro propósito de año nuevo que elegir? No sé, adelgazar, comprarse un coche, hay cientos.
Y entendiendo tu capricho de crear la tierra y claro está, ya que te molestas en comprar una atmósfera y algún que otro trozo de tierra en el que apoyarse que menos que adornar con alguna dulce margarita - me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere-, alguna apasionada rosa, un sonámbulo búho, una fóbica araña, un fiel canino y una hermosa mariposa. Y que me dices de los espectaculares peces, esos seres capaces de vivir en el maravilloso medio acuático.
Y con el buen pie que llevaba tu proyecto, con lo lista que parecías para que creas la humanidad, o mejor dicho, pasa que creas las relaciones humanas, la amistad, el amor, la familia, para que los sentimientos, amor, odio, soledad, rencor, aprecio, venganza, los dignos de que existe algo entre dos o mas personas, los besos, los abrazos, el sexo , las miradas, los choques de manos.
¿Por qué haces que esté todo relacionado con todo? ¿Por qué las amistades pueden acabar en amor? ¿Por qué un beso en la boca puede desencadenar una caricia de más en la cama? ¿Por qué una traición en una amistad termina con la mas brutal venganza? ¿Por qué los rencores ocasionados por las cosas mas irrelevantes acaban con los grandes amores? ¿Por qué el amor de una pareja destruye las familias más unidas? ¿Por qué los hijos provocan la separación de los padres? ¿Por qué las cenas más familiares separan las familias mas numerosas? ¿Por qué el afán de ser machitos, de ser duros destruye tantas cosas? ¿Por qué tantos porqués? Te lo diré, porque no terminaste tu proyecto, te ha faltado el libro de instrucciones, ¿entiendes? No puedes lanzar al mercado un Ipod exprendedor de condones y no meter en la caja un papel que diga: " Apriete el botón rojo para extraer condón si se le ha olvidado recargar el cajetín apriete el botón "reset". Acompañe la píldora del día después con un vaso de agua."
¿Me sigues? Para nada reniego de la humanidad, solo te pido que si tengo que vivir una media de 70 años con ella al menos quiero ese libro, una simple ayudita, vamos que te cuesta. Además, no me puedes recriminar que no haya intentado entender la vida yo sola, he vivido fracasos amorosos, he visto a la muerte llevarse gente muy cerca, he perdido familiares sin necesidad de que muriesen. He vivido el rencor en mis propias carnes, he sido víctima de la venganza en varias ocasiones. A veces, he sido incluso m´´as adulta que estos, he perdonado, he querido, he sentido aprecio, he llorado hasta quedarme seca y he reído hasta que mi boca se ha estirado.
Vamos, en el fondo sabes que me lo merezco.
Siete décadas intentando comprender la incomprensibilidad de tus caprichos es mucho tiempo.
Espero atiendas mis súplicas.

La friki humana.

Querida humana:

Lo he intentado, sinceramente que si, con todas mis fuerzas. Pero hay tantos tipos de humanos y algunos tienen tantas caras que cuando termino de describir a uno hay tres más. Lo siento.


Hasta dentro de siete décadas