Hace diez meses decidí bautizar al 10 de noviembre del 2010 como el día de mi boda. Hoy me encuentro aquí, vestida de blanco, en el principio del enorme pasillo que me lleva a él. Trescientas setenta y tres personas fijan su mirada en mí y se dedican a admirarme. Sólo hay una mirada que no me admira, una que está deseando oir un no y que me espera al final de este pasillo. Levanto la cabeza y una falsa y obligada sonrisa aparece en mi rostro. Al ritmo de la música mis pies avanzan, mis ojos se inundan y una pequeña lágrima cae precipitadamente por mi mejilla, pero nadie se da cuenta, solo él. Sigo caminando a la vez que mi corazón acelera por segundos. Habia soñado cientos de veces con ese momento y estaba todo calculado, planeado milimetro a milimetro, pero un viejo amigo tenía razón cuando dijo que el amor no puede planearse. Si estaba allí era porque en teoría había decidido hacer lo que me convenía, lo que haria cualquier persona responsable, sin embargo el corazón me pedía huir con el, aquel por el que mi corazón daba cada uno de los latidos, con el que verdaderamente quería. Pero el futuro estable, el futro prometedor, el futuro familiar, el futuro de comodidad me esperaba con un anillo en la mano al final del corredor. Y él no me aporta nada de eso, sin embargo en una mirada de tan solo una décima de segundo es capaz de jurarme amor eterno sin abrir la boca. Estoy frente al altar, los miro a los dos, al padrino y al novio, a los amores de mi vida.
- Alicia, ¿Quieres casarte con Ismael?
La iglesia entera se para, se detiene de repente, los veo a los dos clavando sus ojos en mí, el mayor deseo de uno en ese momento es oir un no y el del otro, un sí. Y yo debía decidir la decisión más importante de mi vida en una décima de segundo. Pero no lo sé, no sé con quien quiero huir, y tengo sólo una décima de segundo, dos días en mi mundo.
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