sábado, 9 de abril de 2011

“Llora por acordarte de los recuerdos, no porque me eches de menos”

En el exterior una refrescante brisa se hacía sitio entre el caluroso y soleado día de verano. Entre las cuatro paredes de mi habitación del hospital era todo muy distinto, una enorme tormenta se manifestaba en forma de lágrimas en los ojos de mis padres y el frío sobrevolaba la sala. Pero no entendía a que tanto drama, sí, tengo una enfermedad y no es un juego de niños, pero hay miles de personas que viven enfermas y son felices. Yo sólo tengo 10 años, ¿ he de amargarme porque mi riñón no funcione como debería? Incluso la doctora Bea sentía pena, me dio una piruleta y no sé, tal vez si me la hubiera entregado con una sonrisa me hubiera hecho más ilusión.

- Será mejor que la dejemos descansar. – anunció la doctora y entonces todos se fueron.

Intenté descansar, pero me pudo mi afán por explorar. Con cuidado, bajé de la cama, colocándome aquel incómodo traje y asomé mi cabecita por una pequeña rendija de la puerta. No había nadie, así que sin apenas hacer ruido para no despertar a mi compañero salí. Deslicé la yema de los dedos por la pared mientras jugaba a pisar tan sólo las baldosas verdes. A mi izquierda había un cártel que pedía silencio, tal vez si aquí no hubiera tanto silencio la estancia se haría más llevadera, pensé. Al otro lado estaba la foto de un payaso, siempre me han dado miedo, así que me asusté y salí corriendo. Una vez me creí lo suficientemente lejos de aquella sonrisa malévola me paré, algo cansada y más tranquila, pero aún en alerta. Tras de mí escuche un llanto cansado y sincero. Me giré despacio, no quería importunar, pero aquel chico ya se había percatado de mi presencia. Después de mirarme de arriba abajo me hizo caso omiso, lo que me permitió a mí examinarle. Escondidos bajo un océano de lágrimas que se deslizaban precipitadamente por sus mejillas había unos ojos color miel. Por su nariz cientos de pecas se repartían con gracia. Su pelo cobrizo le tapaba las orejas y su boca estaba abierta intentando respirar profundamente para tranquilizarse. Sus pequeñas manos agarraban con fuerza las sillas contiguas a la suya y de cuando en cuando, repasaba las marcas de sus vaqueros en un intento de distracción. A medida que lo observaba me iba acercando, una vez frente a él apoyé mis rodillas en el suelo y le cogí las manos. Levantó la cabeza y busqué sus ojos, rojos de tanto llorar, le sonreí y me miró extrañado a la vez que me retiraba las manos. Decidí entonces sentarme a su lado y apoyé mi cabeza en su hombro.

- ¿A quien has perdido?
- A mi abuelo.
- ¿Le querías?
- Pues claro, es un abuelo, todo el mundo los quiere.¿Acaso tu no quieres al tuyo?
- Yo no tengo ninguno.
- ¿Nunca has tenido abuelos?¿ No te han llevado al parque? ¿No te han dado chucherías el domingo?
- No, nací sin ellos y no suelen surgir a lo largo de la vida. ¿Y por qué lloras?
- Pues porque ya no le veré más.
- Al menos lo has visto alguna vez, quédate con los recuerdos buenos. – le digo mientras le sonrío . Me llamo Mabu.- y le doy un beso en la mejilla como acto de presentación.
- Yo Aitor.

Habían tenido un accidente, el sólo se había roto un brazo y se había dado un golpe en la cabeza, así que se quedaría aquí unos días, en observación según los médicos. Tenía doce años y era de un pueblo llamado “Alcatraz”. Le gustaba escribir y su sueño era sacar un libro y que la gente disfrutase leyéndolo, aquella mañana me prometió que me lo dedicaría.

De pronto aparecieron nuestros padres, histéricos porque no estábamos descansando en nuestras habitaciones. Nosotros apenas habíamos vivido una década, no hemos tenido tiempo de cansarnos, deberían de ser ellos los que saliesen de esas vidas tan ajetreadas y se tumbasen en una cama a no hacer nada. A regañadientes, los dos volvimos a nuestras respectivas habitaciones, no sin antes cruzar sus ojos miel con los míos esperanza.

Los días siguientes nos intercambiamos datos de nuestras vidas. Me olvidé de las demás personas y sentí que a él le pasaba lo mismo. Conocía su más mínimo miedo y su mayor pasión. Si acaso existiesen las almas gemelas él sería la mía. Se convirtió en mi mejor amigo. En mi otra parte. El tiempo en aquellas cuatro paredes cambió, un enorme sol parecía salir de cada rincón de las habitaciones. Mi estado de animo subió considerablemente y se vio reflejado en mi riñón, que aunque no curado del todo comenzaba a ver la luz al final de un túnel. Él estaba bien, había logrado que cada vez que pensase en su abuelo una enorme y radiante sonrisa se dibujase en su cara. Llevábamos siete días viéndonos a las nueve de la mañana, desayunando juntos, comiendo juntos, pasando las tardes en los pasillos, poniendo histéricas a las enfermeras y montando fiestas en la planta quinta, cenando y en algunas ocasiones, convenciendo a los médicos para dormir en la misma habitación. Basé mi vida en él y él basó la suya en la mía. Y entonces, llegó el 17 de Julio y llegó la tormenta.

La puerta de mi habitación se entreabrió y Aitor asomó su cabeza.

- ¡Aitor!
- Mabu, verás... me vuelvo a mi casa. Y posiblemente no volveremos a vernos, mis padres se van a vivir a otro país, tiene un nombre muy raro, ni siquiera se pronunciarlo...- como la primera vez que le vi, sus ojos estaban inundados.
- No quiero que te vayas, quédate conmigo por favor.
- Que más quisiera yo, le he pedido a mis padres que me dejen aquí, con los tuyos, pero dicen que es una tontería. Que ya nos veremos de mayores, pero para entonces tu no te acordarás de mi y necesitaríamos tantísima suerte para encontrarnos.
- Confía en la suerte, pelirrojo. Y recuerda, llora porque te acuerdes de los momentos buenos, no porque me eches de menos.

Se acercó a la cama, se subió y me abrazó y le abracé. Con todas nuestras fuerzas, con tanta ilusión como nadie, fue el abrazo mas especial del mundo, nadie viviría eso más que nosotros. Me dio un beso en la frente y me dijo: “ Pase lo que pase, este recuerdo es nuestro.” .

Pasé tres días horribles, llorando a mares, era incapaz de aplicarme mi propia filosofía de llorar por los recuerdos y no por la añoranza. Empeoré y los médicos consideraron que lo mejor era que regresase a casa, decían que este ambiente no era favorable. Estaba ya vestida y a punto de salir por la puerta cuando la enfermera Julia me entregó un paquete. Estaba envuelto en un papel marrón y atado con un bramante morado. Un marco rojo guardaba una foto de una de nuestras andanzas. Una nota lo acompañaba:

“ La cámara de la entrada nos vigilaba y el jefe de seguridad ha sido muy amable y me ha hecho el favor con no se qué programa informático. Yo tengo uno exactamente igual. Cuídate, pequeña. Te quiero.
PD: Llora por los recuerdos, no porque me eches de menos.”

Sonreí. Y fue el comienzo de una sonrisa que mantuve todos los días de mi vida. Se lo prometí y las promesas valen millones.


Diecisiete años después.

- ¡Taxi!

Me subí al vehículo y sobre el salpicadero descubrí un marco rojo, nuestro recuerdo.
El conductor se dio la vuelta y entonces ambos gritamos a la vez.

- ¡Mabu!
- ¡Aitor!

Salimos del coche y nos abrazamos, y una vez más, ese abrazo fue único.

- ¿ A dónde ibas?
- Al hospital – dije sonriendo. – hay un riñón para mí.
- ¡Eso es genial! Vamos, te llevaré.

Llegamos al hospital. Los médicos me dijeron que mi operación estaba prevista para dentro de tres días. Al salir , alguien pronunció nuestro nombre. Era la enfermera Julia, con 50 años sobre su espalda, pero con la misma vitalidad. Nos hizo tanta ilusión verla como a ella vernos. Se acordaba perfectamente de nuestra historia, y es que es verdad que ella había sido una especie de cómplice.

Nos montamos en el taxi y nos pusimos al día. El se había casado y esperaba un hijo. Su madre había fallecido. Yo le conté que tenía un novio, pero que aún no me había casado, que trabajaba de profesora en el colegio del barrio de “ La cruz” y que había llorado mucho por su vacío. Su expresión me dejó ver que él también.

Pasamos esos tres días maravillosos. Dejamos nuestras vidas a un lado, poniendo a nuestros acompañantes excusas baratas, hicimos el mundo nuestro, sin interrupciones. El tercer día la cosa se puso más seria, se acercaba la vuelta a la realidad.

Estábamos tumbados en la playa, eran las doce de la noche y una luna casi llena se reflejaba en el mar. Mi cabeza, descansaba sobre el latir de su pecho y sus manos recorrían mi pelo con total familiaridad.


- ¿Has escrito ya tu libro? – Pregunté.
- No, me faltaba la inspiración.
- ¿Y ya la has encontrado?
- Sí, pero aún me falta algo.
- ¿El que? – me levanté intrigada.

Llevó su mano a mi barbilla, me miró y se fue acercando, poquito a poquito, como si nunca fuese a llegar del todo. Hubo un primer contacto, un suave roce de labios. Y después vino el beso. Dormimos en la playa, con la brisa moldeando nuestros cuerpos y el olor a sal. Con los latidos de nuestros acelerados corazones mezclados con el ruido de las olas. Y con los cuerpos separados por un escaso milímetro de barrera invisible.

A la mañana siguiente me llevó al hospital, me tranquilizó pues los nervios apenas me dejaban respirar. Una vez más, se subió en mi cama.

- Vayámonos juntos después de que te operen. – me pidió.
- No podemos, Aitor y menos tu. Tienes una familia y una mujer a la que quieres mucho.
- Pero no la quiero como te quiero a ti y nunca llegaré a hacerlo.
- Eso ya lo sé, pero aún así, vas a ser padre. Y lo que tenemos tu y yo, es solo nuestro, y lo será tanto estemos juntos como si no. ¿Recuerdas? Pase lo que pase, este recuerdo es nuestro.

Logré hacerle sonreír, aunque en mi interior nacía un huracán de rabia, pues lo que más deseaba en ese momento era pasar el resto de mi vida con aquel hombre y con el niño que escondía en su interior.

- Mabu, es hora de ir a quirófano – anunció la doctora interrumpiendo aquel momento.

Mantuvimos juntas las manos y la mirada a lo largo de todo el pasillo. Probablemente sería la última vez que nos viésemos, a no ser que la palabra coincidencia se volviese a escribir en el libro de nuestra vida.

- Todo saldrá bien. Te quiero, pequeña.
- Yo también.




32 años después

- Y así fue , todo salió perfecto y como ya sabes, a día de hoy aún sobrevivo
con ese riñón.
- ¿No lo has vuelto a ver abuela? – me preguntó mi nieta, Julia.
- No, la coincidencia no ha vuelto a pasar por mi vida. Pero no pierdo la esperanza, espero vivir muchos años más.
- Es una historia preciosa, mucho mejor que todos los libros que me lee mamá y todas las pelis que echan en la tele los domingos. ¿Y el abuelo lo sabe?
- No, jamás se lo he contado. Era algo nuestro y ahora también es tuyo, has de guardarnos el secreto, ¿de acuerdo?
- De acuerdo, abuela.

Le di un beso cuando ella se levantó para abrazarme, tal vez oyó a la lágrima que gritaba pidiendo salir desde mis ojos lo que le hizo acercarse y darme un poco de cariño. Rompiendo aquel silencio sonó el timbre. Yo voy, yo voy dijo Julia.

- Preguntan por ti, abuela.

Me levante, algo fatigada y en la puerta un joven muchacho me esperaba.

- Esto es para usted señora, ha de firmarme aquí.

Obedecí y cogí la bolsa, en su interior un paquete de color marrón con un bramante morado me esperaba. Me mareé un poco, así que me senté en la mecedora. Abrí el paquete ansiosa y en su interior descubrí un libro. Tenía la tapa de color malva y en letra cursiva lucía un hermoso titulo: “ Llora por acordarte de los recuerdos, no porque me eches de menos.”. En la tercera página estaban las dedicatorias:

“ A mi mejor amiga, a mi mitad, a mi infancia, a mi esperanza y mi razón de ser, a la bondad en persona, a la lucha y sobre todo, a las coincidencias. Te quiero, pequeña. “

Manché la primera página con una lágrima, también la cuarenta y siete, la ciento cinco, la ciento cincuenta y cinco, la doscientos tres, la doscientos treinta y cuatro y otras muchas más, pero esta vez eran lágrimas de recuerdo acompañadas de una sonrisa que se dibujaba cada vez que revivía nuestra historia en aquel libro. Porque aquel era nuestro recuerdo, pasase lo que pasase.

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