viernes, 4 de noviembre de 2011

Segunda parte: "Arbeit macht frei"

Me subí a una maleta que alguien había dejado bajo el pequeño ventanal. El sol era hermoso aquella mañana y la brisa era fresca y dulce, daban ganas de comérsela, o quizás eso se debía al hambre, no lo sé. Miré hacia el sur y entonces, vi como a una velocidad más o menos rápida, nos estábamos acercando a una estación. Lo grité y todos se abalanzaron sobre mí. Mi hermano me cogió y me sacó de aquel alboroto en el que nadie se fijaba en quien pisaba o a quien empujaba, sólo querían encontrar algo por lo que continuar luchando. Entonces, entre el nerviosismo y la esperanza de que hubiésemos llegado a donde fuese que íbamos el tren dio un frenazo, robándonos el equilibrio y provocando alguna que otra aparatosa caída. En la estación, unos 50 soldados se reían y regocijaban con nuestra hambre y nuestra sed. Nosotros, intentando ser ajenos a las risas, suplicábamos por un trozo de pan, por algo de agua, por algo que nos ayudase a sobrevivir o por el contrario, tardaríamos poco en caer. Al fondo, apareció un soldado que comenzó a gritar:

- ¡Vamos! Dejad las risas y echarles agua, ¡Vamos, venga! ¡Moveos!

No solo los judíos de aquel tren quedaron atónitos ante las órdenes del soldado, tambien sus propios compañeros. Aún así, supongo que sería uno de los jefes, porque las carcajadas cesaron y en un minuto, doce mangueras, una para cada vagón, comenzaron a lanzarnos agua por las rejas y rociaron las paredes. Gracias a ello el calor del interior disminuyó, los sudores cesaron, al menos durante unas horas, por lo que la intensidad del olor se redujo y nuestras gargantas se refrescaron. Además, algunas migajas de pan se introdujeron entre las rejillas y al entrar en nuestros estómagos cayeron como piedras en un barranco.

El viaje continuó durante una noche más. Fue al amanecer del día siguiente cuando llegamos a la última estación, con varias heridas, un hambre impresionante y una sed inverosímil, además de 18 muertos a nuestro lado. Había un pequeño cuartel del cual salía el sonido de la radio alemana. También decenas de perros ladrando sin parar. Y como en todas las esquinas del país alemán desde hace unos cuantos meses había cientos de soldados.

Estos fueron los que abrieron las puertas. Salir de allí fue como si nos hubiesen quitado un ajustado corsé que llevábamos puesto desde hace tres largos días. Muchos no saltaron para salir, simplemente se dejaron de caer. Inspiré profundamente, ansiaba coger la mayor cantidad de aire puro posible.

En cuanto los vagones estuvieron vacíos, empezaron a empujarnos con una especie de vara en forma de bastón hecha de metal. ¡Vamos, moveos judíos! ¡Moveos de una vez! Gritaban. Nos trataban como si fuesemos un gran rebaño de ovejas al que trashumar desde sus casas a los campos de concentración. No nos dejaban coger nuestras pertenencias, nos decían que ya nos las darían más tarde. Del mismo modo que comenzamos el viaje, tampoco ahora podíamos ayudarnos a levantarnos por lo que los disparos eran continuos y los cuerpos eran pasados por encima como si no estuviesen ahí. Estábamos débiles, cansados y muertos de sueño. Nos pedían a voces que acelerásemos y que nos pusiésemos en filas de cinco, a un lado las mujeres y los niños y al otro, los hombres. Me fui con mi madre de la mano y mi hermano con mi padre. Ni siquiera pudimos darnos un beso de despedida.

El miedo que sentía era inimaginable, me temblaban las piernas y las manos. Las rodillas se me doblaban continuamente y mi corazón latía considerablemente rápido. No sabía muy bien dónde estaba, pero por los cuchicheos de los centenares de judíos parecía encontrarme en un campo de concentración, Auschwitz.

Delante de todos nosotros había varios soldados, uno de ellos era médico, lo deduje por su bata blanca y los guantes que cubrían sus manos. Estaba sentado frente a una mesa y no sabía con que criterio, iba mandando a las personas a la derecha o a la izquierda. No supe que diferencia existía entre una dirección u otra, no tenía la menor idea. Tras unos dilatados minutos llegó nuestro turno. Mi madre fue mandada a la izquierda, junto con mi padre. Perdí a mi hermano, así que no sé a donde fue el.

Después de mi madre, me tocaba a mí. Entonces, el doctor, sentado en una silla aparentemente incómoda pero en la que encantada hubiera descansado, comenzó a hablar.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Allisa – respondí.

- ¿Tu edad?

- Dieciséis – mentí. No sé muy bien por qué lo hice, pero ahora se que hice bien.

- Soy el doctor Mengele, creo que nos veremos pronto. Derecha.

No entendí muy bien que quiso decir con eso y permanecí paralizada, oía como el soldado de al lado me gritaba que me moviese pero no lo escuchaba, el miedo me había congelado. ¿Y si no debía haber mentido sobre mi edad? ¿Y si la izquierda fuese la opción buena? Pero ya no podía hacer nada, el alemán me agarró con brutalidad y me llevó hacia la derecha. No entendí por qué usó esa fuerza si ni siquiera me opuse, en ese momento yo tan sólo era 50 kilos de resignación andantes.

Nos llevaron a una habitación enorme, con bancos que la rodeaban entera. Tuvimos que quitarnos la ropa, absolutamente toda y depositarla en el centro de la habitación.

Un soldado pasaba con una caja por delante de nosotros, allí debíamos depositar las joyas que llevásemos. Pero yo no podía darle mis pendientes, eran de mi abuela, El alemán llego a mi posición y me acercó la caja, yo no eché nada.

- ¡Apártate el pelo de las orejas!

Hice caso omiso.

- Judía, apártate el pelo de las orejas.

Volví a ignorarle y entonces, una bofetada resonó en toda la habitación y hubo silencio. Jamás me habían pegado, ni siquiera mis padres lo habían hecho nunca. El dolor me duró varios días, pero hay un dolor que aún me dura.

- ¿Sabéis que pasa si no hacéis caso, judías de mierda?

Sacó el arma y por primera vez desafié a la muerte. La acercó a mi frente y cuando estaba a punto de presionar el gatillo, una mujer que estaba a mi lado izquierdo susurró:

- No, no, no, no puedes matarla, no lo hagas, no, no…

- ¿Osas negarme mi voluntad? – preguntó furioso el soldado. – Esto es lo que pasa cuando creéis que sois alguien.

La muchacha que hasta hace un minuto intentaba salvarme la vida cayó desplomada golpeándose la cabeza. Salvó mi vida pero perdió la suya. Recordé entonces lo que mi padre había intentado hacerme comprender aquel día en el tren, lo que le das a los demás te lo estás quitando a ti. El soldado me arrancó los pendientes de cuajo, creo que llegué a sangrar. Aquel día aprendí a callar.

Nos sentamos mirando a la pared y comenzaron a cortarnos el pelo, nos raparon todo el cuerpo, una vez más, parecíamos ser ovejas a las que trasquilaban. Nos pusieron un vestido gris, ahora éramos todas iguales, inútiles judías totalmente iguales.

Se escuchaban miles de agudas voces, entrecortadas y asustadas, ¿Dónde está mi marido? ¿ Y mis hijos? ¿Cuándo veremos a los que han ido a la izquierda? ¿Dónde estamos? ¿Cuándo comeremos?

No todas teníamos el mismo conocimiento de la situación, algunas no sabían nada, otras, sin embargo, conocían al detalle lo que le pasaba a la gente de la izquierda y yo, que estaba en el medio de los dos grupos, me aventuré a preguntar a una chica de unos 20 años.

- ¿Cuándo veremos a los de la izquierda?

- Cuando nos maten.

- No entiendo lo que quieres decir.

- Cuando te maten, irás al cielo ¿no? Pues ahí es donde están los de la izquierda, en el cielo.

Creía haberlo entendido, pero prefería pensar que me estaba equivocando.

- ¿Los han matado?

- ¿No lo hueles?

Es cierto, había olido tantos nauseabundos olores esos últimos días que parecía haber perdido el olfato, pero me detuve un momento y entonces lo olí, era un olor putrefacto y emanaba de una enorme chimenea que había a nuestra izquierda. Estaban quemando algo, pero ¿ el que?

- ¿Qué es ese olor?

- Personas muriendo, todas las que no sirven para trabajar, los enfermos, los niños, los ancianos y si te descuidas, nosotras cuando ya estemos débiles.

En ese instante entendí que aquello era una cámara de gas y que aquel día quedaría marcado como el día en que vi a mis padres por última vez. Fue entonces cuando unas desmesuradas ganas de llorar invadieron mi cuerpo, pero no podía. Mis ojos estaban secos, había echado una media de tantas lágrimas por segundo que ya no me quedaban. Aún así, el dolor por la pérdida era el mismo o incluso más, por la culpabilidad de ni siquiera poder llorar su muerte.

Permanecimos de pie durante varias horas, más de cinco, eso seguro. Entre ladridos y gritos inhumanos, vi llegar dos trenes más y bajar de ellos a hermosas señoritas que en menos de una hora tenían los ojos inyectados en sangre, sus cabellos habían desaparecido y probablemente, sus ganas de vivir también. Cientos de niños y niñas eran separados brutalmente de sus padres, no sin antes presenciar miles de actos brutales y sanguinarios. Varios fueron fusilados frente a sus hijos por el simple hecho de querer permanecer junto a ellos. Grandes masas de gente se dirigían a las cámaras de gas y la mayor parte desconocían su fatídico destino.

Finalmente, cuando ya había caído la noche y el frío ya se había cobrado las víctimas más débiles nos llevaron a una nave que había a la derecha. Allí montones de vestidos grises sin formas ni tallas se apilaban. Estaban sudorosos y llenos de barro Nos dieron uno a cada una, a algunas nos quedaban más bien anchos y a otras les costaba respirar, pero no podíamos pedir un cambio. De todas formas, daba igual , nos hubiese bastado un saco de patatas con tal de tener algo con lo que desprendernos del inaguantable frío.

A continuación llegamos a un barracon. Era de madera, carcomida ya por todos sus rincones. Había diecinueve tragaluces, todos ellos diminutos y tan sólo dos eran abatibles. Olía a cerrado, a humedad. Había literas de tres pisos con cuatro sacos llenos de papel, paja y virutas en cada una. Aún así, con aquel masivo aprovechamiento del espacio, cincuenta personas teníamos que dormir en el suelo mojado, acompañadas de algún que otro roedor. Yo era una de aquellas 50. A gritos, nos fueron colocando a una a una y cuando todas ocupábamos ya nuestro medio metro cuadrado de espacio vital y los soldados se disponían a salir, la chica de mi lado comenzó a hablar en alemán. Era la joven con la que había hablado antes. Sabía lo justo de alemán y su acento polaco delataba su procedencia.

- Soldado, necesito ir al baño.

- ¡Sargento!

- Perdón, sargento, necesito ir al baño… - parecía estar hablando con el suelo pues su mirada permanecía fijada en él.

El soldado, o sargento, debatió consigo mismo si matar a aquella judía polaca por su atrevimiento o dejarla vivir y llevarla a hacer sus necesidades. Finalmente, giró la cabeza y hizo una seña a uno de los soldados que cubrían su espalda. Este salió y volvió tras unos segundos con un cubo de metal que entregó a su superior.

- Ahí tienes- dijo mientras lo lanzaba y golpeaba al aterrizar con mi pierna.

Se fueron. Descubrí entonces algo que me salvaría la vida varias veces a lo largo de mi estancia allí. El antisemitismo no desaparecería, el odio hacia nuestra raza no menguaría jamás y si te dejas llevas por las masas en todo momento, el final es evidente. Pero en cambio, si intentas salir de vez en cuando, quizás, por pura intuición, salves tu vida.