
Tengo el sueño tan ligero, que basta una brisa más fuerte de lo normal para despertarme. Así que cada vez que mi madre se despierta a las cuatro para abrir la panadería yo, inevitablemente, me levanto con ella. En el fondo me gusta. Desde que tengo catorce años me deja ir y ayudarle a hacer el pan antes de que empiece la escuela. He de acostarme muy pronto, claro está, pero me compensa. Cada mañana, a eso de las cinco y media, los hornos empiezan a funcionar y alrededor de las seis un olor a harina y sal fluye por cada esquina del local y se mezcla con el aroma a chocolate de los pasteles de mi abuela. Mi madre quiere que herede la panadería, pero yo tengo otros sueños. Yo quiero escribir cientos y miles de libros, quiero viajar y descubrir mundo. Pero este olor tiene que venir conmigo sí o sí, tendré que pensar en cómo lo haré.
Hoy el cielo ha amanecido con un color amoratado con suaves matices naranjas. Siempre me levanto de buen humor, en eso he salido a mi madre. Pero por algún motivo que no lograba adivinar, aquel amanecer toda mi casa estaba revuelta, mi madre era incapaz de hablar coherentemente y mi abuela, sentada en la mecedora de la esquina, permanecía con los labios sellados. Mi padre, en un intento por calmar a las damas de la casa, insistió en que fuesen a la panadería e hiciesen vida normal. No paraba de repetir que no pasaría nada, que estarían más a salvo en aquel barrio que en este. Yo no entendía nada y por más que preguntaba parecía que mi voz era inaudible para los oídos de mi familia. Ni siquiera mi hermano, recién veinteañero, me escuchaba. Decidí entonces conversar con Bref, mi perro. Solía hacerlo porque se que aunque no hable mi idioma me entiende a la perfección. En circunstancias normales, cada uno de los miembros de mi familia me habrían tachado de loca, pero aquella mañana había algo más importante que yo y la impotencia de no saber qué era se hacía cada vez mayor.
Finalmente, mi madre y mi abuela decidieron acatar las órdenes de mi padre y se pusieron en marcha. Como todos los días, pensé que nosotras iríamos abriendo las calles y apagando las farolas, pero aquel jueves había más ajetreo de lo normal. ¿Qué le pasaba hoy al mundo? A medida que caminábamos noté algo extraño, cientos de cristales de numerosos negocios cubrían las aceras y miles de amigos y conocidos lloraban y corrían. Mis acompañantes se miraron la una a la otra y ambas agarraron mi mano como cuando tenía cinco años. Llegamos a la esquina que daba a la calle de la panadería y se frenaron.
-Mamá, espera aquí con Alissa – le dijo mi madre a mi abuela.
Entonces, con sumo cuidado asomó la cabeza en busca de nuestro negocio y gritó, gritó con todas sus fuerzas.
- ¡Corred, volvamos a casa! ¡Vamos, venga!
No pude evitar asomarme. Tres soldados alemanes golpeaban nuestro cristal con una extraña mezcla de rabia y disfrute. Ni siquiera sabía quienes eran, no los había visto en la vida, ¿Por qué nos odiaban tanto entonces? No les habíamos hecho nada. Corrimos como si nos fuese la vida en esa huida. Mas tarde comprendí que así era, nos iba la vida en ello.
Al llegar a casa, mi padre y mi hermano supusieron lo que había pasado por nuestras caras. Creo que hasta Bref pudo darse cuenta. Permanecimos en silencio un buen rato y fueron tres fuertes golpes en la puerta los que rompieron el silencio. “Escondeos” gritó mi padre en susurros. Cada uno se escondió lo mejor que pudo en esos 60 segundos que los alemanes tardaron en tirar la puerta abajo. Mi padre y mi madre bajo la cama, mi abuela tras las cortinas, mi hermano en el armario y yo, en una competición con mi flexibilidad logré meterme en el cubo de la basura. “¡Salid!” gritaron, pero no hicimos caso. Aun así, no tardaron en ver a mi abuela, que era más bien gruesa. Mi madre estornudó por el polvo de la cama, quedando descubiertos ella y mi padre. Mi hermano salió por su cuenta y yo, viendo que iba a quedarme allí sola, salí de sopetón y cubierta por un montón de desperdicios y olores asquerosos. El soldado más alto que había visto en mi vida dijo:
- ¡Mira que bien! ¡Los judíos ya van aprendiendo que su sitio está en la mierda!
Nos estaban insultando y nadie decía nada, todo el mundo tragaba aquellas palabras sin ningún esfuerzo aparente. Nos dejaron tan sólo cinco minutos para recoger toda una vida. Mi abuela cogió sus joyas y el libro favorito de mi abuelo, que en paz descanse. Mis padres agarraron una chaqueta cada uno y dos sombreros ridiculos que nunca se habían puesto. Mi hermano cogió una flor seca que llevaba bajo su almohada desde hace unos cinco meses, creo que es de su novia, pero no estoy segura. Yo cogí un montón de cosas, inservibles la mayoría, cosas que ni sabía que tenía, pero desconocía que pasaría con mi casa y mis pertenencias después de ver lo que hacían con la panadería. Quien sabe si alguno de esos objetos me haría falta en un futuro. Algo que si que no se me olvidaba era mi pluma, había sido mi regalo de cumpleaños y con ella escribía todas mis historias con las que algún día publicaría mi primer libro.
Llegó la hora de salir, a ambos lados de la puerta los alemanes nos hacían un pasillo, creo que podían oler nuestras ganas de huir.
- Vamos Bref, nos vamos a otra casa, vamos.
- No puedes llevarte a Bref, Alissa – apuntó mi padre.
- Tu padre tiene razón niña, deja ahí al chucho.
- ¡No es un chucho! – grité.
Nunca me he arrepentido tanto de gritar como aquel día, bastó un segundo más para que aquel soldado desenfundase su arma y disparase fríamente a Bref, fue la primera vez que vi un monstruo. Lástima que no fuese la última.
Miles de personas más, todos judíos y muchos de ellos amigos del colegio con sus familias, llenaban las calles de mi barrio aquel día. Caminamos durante horas hasta llegar a unas vías de tren. Aquella tarde escuché decenas de disparos, pasé por encima de numerosos cuerpos sin vida y comprendí la inquietud del pueblo judío en aquellos últimos días.
No eran vagones de personas, sino de animales. Como los que transportan caballos. No había vanos, tan solo ventanucos enrejados, una a cada lado del vagón. No había asientos y el suelo estaba sucio y repleto de astillas. Nos metieron a empujones, como si fuésemos sacos de patatas. No había escaleras y la altura no era tontería, no podíamos ayudarnos entre nosotros, ni siquiera a las personas mayores y a los niños. Así murió mi abuela, de un disparo en la cabeza por no poder subir. Sus ojos estaban abiertos, bajé del vagón de un salto y tras mirar a la muerte de frente se los cerré. Había tanta gente que nadie se percató de aquel acto y de otro salto volví a subir. El vagón era la mitad de mi habitación, como tres metros de largo y uno y medio de ancho tal vez y allí, junto con un cubo de agua y nada de comida metieron a 57 personas, entre ellas mis padres, mi hermano y yo. Se oía una enorme variedad de sonidos pero reinaban los sollozos de niños, jóvenes, adultos y mayores. En ese instante, tuviéramos la edad que tuviésemos y supiésemos mejor o peor lo que estaba pasando, absolutamente todos teníamos el mismo miedo. El tren arrancó y derramó un tercio del cubo de agua. Un hombre propuso racionar concienzudamente el resto ya que no sabíamos cuanto tiempo duraría aquel viaje. Yo no tenía sed y se lo dije a mi madre, pero insistió en que no lo dijese más en voz alta y que bebiese cuando fuese mi turno aunque no me apeteciese, que si no, tal vez después ya no quedase. Así lo hice y me alegro de haberle hecho caso. A las doce horas de viaje, tres personas que no tenían sed y que no habían sido tan listas como mi madre yacían muertas a la derecha del vagón. Aguanté todo lo que pude, pero mi vejiga no daba más de sí. Todo el mundo había hecho sus necesidades en un cubo que había junto al de agua. Al principio les tapábamos con una manta para que nadie les viese, al cabo de unas cuantas horas ya daba igual, nadie se fijaba en nadie. Todas las miradas caían en un enorme vacío, las lágrimas formaban una orquesta al precipitar y la resignación se hacía dueña de nuestras mentes. Durante el viaje tuve tiempo para muchas cosas y entre ellas, preguntarle a mi madre que estaba pasando. Le hice mas de cincuenta preguntas, pero tan sólo me dio una respuesta. Somos judíos y por ello estamos aquí. ¿Acaso ser judío era un delito? ¿Ir matando por ahí a ancianos y niños no lo es? ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no nos protege? No entiendo nada.
Por la ventana no entraba luz, era de noche. Mientras la mayor parte del vagón dormitaba mis padres desliaron las chaquetas y los sombreros absurdos. Ahí comprendía por qué habían cogido eso y no algo más valioso, entre aquellas prendas se escondían pequeñas hogazas de pan, seis o siete. Y unas cuantas piezas de fruta, algunas demasiado maduras, pero era tal el estruendo de nuestros estómagos que ni nos fijamos en eso en aquel instante.
- Comed despacio, que no os siente mal.
- Y dejad algo para más tarde – añadió mi madre a la orden de mi padre.
Tenía hambre, pero me dio por pensar que los demás hombres y mujeres que viajaban con nosotros también.
- Papá, repartámoslo o morirán de hambre.
Tenía catorce años y vivía en una pequeña burbuja, pero no era tonta y a medida que avanzaba el tiempo sabía con mayor exactitud, dentro de lo posible, lo que estaba sucediendo.
- Alissa, esto es una guerra. Lo que le das a los demás te lo estás quitando a ti. Mira al fondo a la izquierda, ¿ves a aquella pareja? Mira sus bufandas llenas de migas de pan. ¿A ti te han ofrecido algo? Toma esto y come –dijo pasándome un bollito de la forma más disimulada que se podía – y siento ser tan duro, pero has de aprender a sobrevivir.
Quise replicar y dejar claro que yo seguía sin estar de acuerdo. Que en mi opinión, lo que perdías ayudando a otro te lo devolverían más adelante ayudándote a ti, pero la mirada de mi madre me hizo entender que aquellos eran momentos llenos de nervios y angustias, que mis reivindicaciones no tenían sitio ese día. Comí y callé.
Mi hermano no hablaba. Había estado callado desde que me desperté a las cuatro. Era como si hubiese perdido todos los sentidos. El olor allí era insoportable, los fluidos corporales de los cuarenta y seis que aún quedábamos se mezclaban con el desagradable hedor de los once muertos del fondo. Pero él parecía no oler nada. Yo no podía ni mirar los cadáveres, la gente se desprendía de su ropa con el fin de soportar el calor y parte del cubo de las necesidades había manchado nuestros pies. Sus ojos parecían ser los de un ciego. Yo ya no segregaba saliva y no quedaba agua, algunos habían empezado a beber los orines o incluso sus propios sudores. El parecía no sentir la sequedad de su garganta. Cada vez eran menos los sollozos, frenados por la resignación, pero los que persistían eran cada vez mas intensos y sufridos hasta tal punto de provocar la locura. Pero el seguía inmóvil, nunca lo había visto así, mi hermano no estaba bien.
Conseguí conciliar el sueño, aunque no sabría decir cuánto tiempo. Cuando me desperté, me sentía como si hubiesen derribado una tonelada de escombros sobre mí. Apenas podía girar el cuello y tenía varios arañazos de astillas en las piernas. Pero me sentía afortunada, esa mañana había 7 muertos más y yo, seguía en pie.